Hace cinco años, el 18 de octubre de 2019, millones de personas en todo Chile salieron a las calles, y nuestra región de Antofagasta no fue la excepción. Lo que comenzó como un rechazo al alza del precio del transporte público en Santiago, se convirtió rápidamente en una movilización masiva que sacudió los cimientos de nuestro país. Las demandas que se alzaron en ese entonces son las mismas que venimos arrastrando durante décadas: mejores pensiones, salud digna, educación de calidad, igualdad de oportunidades, y el fin de una profunda desigualdad que nos carcome como sociedad.
El estallido social fue, en esencia, un grito de desesperación, pero también una manifestación de esperanza. Familias completas, estudiantes, trabajadores, jubilados y personas de todas las edades y estratos sociales se movilizaron pacíficamente exigiendo un cambio profundo y estructural. Si bien no se pueden negar los hechos de violencia que ocurrieron, y que han sido condenados de manera transversal, reducir todo este movimiento a esos incidentes es no solo simplista, sino profundamente injusto. La verdadera esencia de esa movilización fue la demanda masiva y legítima por un país más equitativo y digno.
Lo que tampoco podemos negar es la violenta represión ejercida por Carabineros y otras fuerzas del orden. Las violaciones a los derechos humanos que se cometieron durante aquellos días son inaceptables y están documentadas por el Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH) y organismos internacionales como Amnistía Internacional, Human Rights Watch y la ONU.
A pesar de la contundencia de estos informes, cinco años después seguimos enfrentando una lentitud vergonzosa en los procesos judiciales. La fiscalía y la justicia chilena han demostrado una notable falta de agilidad para sancionar a quienes cometieron estos abusos, en contraste con la rapidez con la que se procesó y condenó a personas acusadas de delitos en el contexto de las manifestaciones. Esta disparidad no hace más que alimentar una sensación de impunidad.
Es preocupante que sectores de la derecha y del conservadurismo se centren únicamente en los actos de violencia, desvirtuando el sentido profundo de las movilizaciones. Es inaceptable que estos sectores utilicen esos hechos de violencia para deslegitimar el corazón del estallido: la movilización masiva y familiar de millones de personas que exigían un país más justo.
Cinco años después, resulta evidente que las demandas que motivaron el estallido social no han sido resueltas. Quienes afirmen lo contrario están profundamente equivocados o pretenden tapar el sol con un dedo. Los jubilados siguen esperando pensiones que les permitan vivir con dignidad; la calidad de la salud pública sigue siendo insuficiente; y la desigualdad sigue presente en cada rincón de nuestra sociedad. Estas son realidades que no podemos ignorar, porque son precisamente las que llevaron a las personas a salir a las calles en 2019.
Pero quizás el mayor fracaso de estos cinco años ha sido la incapacidad de la clase política para canalizar adecuadamente estas demandas. El proceso constituyente, que surgió como una respuesta institucional a la crisis, fue visto como la oportunidad de construir un nuevo pacto social. Sin embargo, dos procesos constituyentes han fracasado. La incapacidad de lograr acuerdos, de escuchar las verdaderas necesidades del pueblo, ha dejado una vez más en el aire las esperanzas de aquellos que creyeron en el cambio y refleja una profunda desconexión entre la elite política y la ciudadanía.
Hoy, al recordar los cinco años del estallido social, no podemos hacer otra cosa que reivindicar la movilización de millones de personas que, con justa razón, exigieron un país mejor. Tampoco podemos ignorar los abusos cometidos por el Estado en su respuesta a esas demandas. Pero lo más importante es recordar que las causas de este estallido siguen vigentes. Las cicatrices están ahí, y solo serán sanadas cuando como sociedad y como país tengamos el coraje de enfrentar nuestros problemas estructurales de manera seria y decidida.