«Todo tiempo pasado fue mejor», es la frase que mejor define los actuales tiempos-espacios del llamado mundo occidental, del llamado mundo libre. Formulación de la que no se libra ni los que no quieren cambiar el mundo ni de los que dicen querer cambiarlo.
Predominancia dada al estar colocándose difícil la racionalización de los imparables cambios que están ocurriendo a todo nivel, ante el agobio que esto produce, ante la proyección de un mañana que pareciera no poder escapar a un distópico destino.
Ante esto, ante la urgencia del aprovechamiento de cada segundo para el goce personal, no es de extrañarse que el pensamiento nostálgico se ponga en primer plano; desesperadamente se buscan certezas, respuestas, nunca preguntas, en el ayer. Se cree irreflexivamente -porque la nostalgia trae consigo la preponderancia del pensamiento mágico- que las fórmulas que funcionaron funcionarán sin más.
Pensar nostálgicamente es borrar los estragos del pasado, es recordar solo los momentos «felices», es operatividad propia de la racionalidad humana. Operatividad que opera en el ayer, en el presente, que galopa en cada segundo que se difumina. Mecanismo biológico que asegura la supervivencia del individuo y de la especie. Razón por lo que se hace tan fácil vivir en ella y que, por lo mismo, sea tan fácil explotarla por parte de las elite políticas-financieras.
Frente a ello, si realmente queremos vivir en un mundo que no exista la xenofobia, el racismo, la homofobia, el imperialismo, el autoritarismo y que, por tanto, la igualdad, fraternidad y justicia sean patrones ciertos de convivencia, es inevitable tomar reales posiciones de resistencia y de superación del orden actual de las cosas.
Posicionándose desde la pedagogía, desde el espacio escolar, para subvertir lo dicho arriba, se hace inevitable que la escuela se aboque a enseñar a pensar, afirmación sostenida con tanto ahínco por el filósofo soviético Evald Iliénkov.
La escuela hoy, la convivencia escolar, está más que nunca siendo patologizada y, en consecuencia, individualizada (no siendo lo mismo que la personalización de la enseñanza).. Tomando relevancia fórmulas psicoterapéuticas que, como bien dice nuestra ley general de educación, permitan al estudiante «insertarse» en la vida y en el mundo del trabajo, nunca cambiarlo.
Es por esto que se hace imperioso el desarrollo del pensamiento científico por parte de la escuela, así como perseguir incansablemente el desarrollo de patrones de vivencia y de convivencia democráticos.
Los cambios actuales no se pueden procesar sin una racionalización adecuada, trayendo con su ausencia la proliferación de, por ejemplo, la profusión de la ansiedad en nuestros estudiantes, en nuestros niños y jóvenes. Teniendo como resultado que éste encuentre imposible cambiar las condiciones materiales de vivencia y de subsistencia que los condicionan y que, por ende, solo logren concebir la superación de ellas a través de mecanismos que reproduzcan el sistema político-económico actual.
Un pensar y un hacer flexible, autocrítico, en donde no hay verdades absolutas, en donde se acepte el cambio. En donde se enseñe a resolver conflictos, en donde se enseñe a hacer verdadera síntesis, en donde se disponga al sujeto a que ceda en deseos personales para el logro del beneficio común. En que se enseñe que el bienestar personal está íntimamente relacionado con el bienestar social. En donde el otro brille en su dignidad y no sea opacado por una proyección y prolongación del «yo». En donde se enseñe el impacto que el ser humano tiene en la naturaleza y en donde se enseñe la interdependencia absoluta que tenemos con ella, tal como lo tiene toda especie animal, por la llana razón de que somos otra especie animal.
La escuela debe combatir la nostalgia y el pensamiento mágico si verdaderamente quiere el logro de la dignidad, de la paz y de la felicidad en nuestros estudiantes y en nuestras sociedades. Si realmente queremos vivir en la tan manoseada libertad.
La tarea es colectiva. La tarea es inmensa. La tarea es desafiante. La tarea es urgente y necesaria.