Estas últimas semanas ha sido noticia el quiebre entre el presidente de Estados Unidos Donald J. Trump y el tecnócrata Elon Musk. Sorpresa para algunos, para otros, bueno… no tanto.
Trump mantuvo cerca a Musk en su campaña presidencial y éste ha resultado ser vital en la implementación de su radical plan de gobierno, formando parte del mismo al incorporarse como parte del “Departamento de Eficiencia Gubernamental”. La alianza ha sido tal que, ante las críticas sobre la gestión de Musk en el gobierno federal, Trump decidió improvisar una campaña publicitaria para amortiguar las pérdidas de Tesla, invitando a Musk a la Casa Blanca mientras el presidente pretendía estar interesado en uno de los modelos de la firma automovilística.
Si bien las motivaciones de Musk me parecen más económicas que políticas, es inevitable pensar en otras figuras disidentes -y problemáticas- como Johannes Kaiser, Evelyn Matthei y Ximena Rincón, aunque esta última no es precisamente de ultraderecha.
La ultraderecha opera desde una contingencia que le obliga a negar su historia y redibujar sus enemigos; eso la hace peligrosa, pero también inestable, y es que necesita de tres componentes vitales para movilizar su agenda política: sedición, contingencia e ideología. Estos componentes interactúan entre sí, con una serie de combinaciones desprolijas y caóticas que reconfiguran su actuar y el despliegue de sus estrategias en tiempo real, provocando quiebres como los que hemos presenciado en la alianza Musk-Trump, porque como dijo Carlos Caszely: “No tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso”.
Veamos, no es coincidencia que la denominación que han escogido en tiempos recientes sea la de “derecha alternativa”, es decir, como una propuesta alternativa a los políticos de derecha “tradicionales”. Para sorpresa de los líderes más radicales, parece ser que posicionarse como la alternativa no impide la creación de “otras alternativas”, como la de Johannes Kaiser. Es que en el núcleo de su ideología se encuentra la constitución de un grupo falsamente homogéneo de personas que adhieren a una determinada identidad.
En Chile, son los ciudadanos de bien, preocupados por la seguridad (O los llamados “chalecos amarillos”), en Estados Unidos son los conservadores cristianos y republicanos, preocupados por la inmigración descontrolada y el avance de las políticas que protegen a la población LGBITQA+.
Esta constitución identitaria no es aleatoria, requiere de una diferenciación que se manifiesta en contra de los peligros de los que dice proteger y a quién sea necesario negar: migrantes, personas trans, personas racializadas, etc. Es decir, “soy porque no soy”: Soy un ciudadano de bien, porque no soy migrante, gay, lesbiana, mujer o negro/a.
Esta identidad que segrega -y en última instancia jerarquiza-, se constituye como una sustancia que no es capaz de adoptar una forma definitiva, y que a menudo parece contradecirse a sí misma. Recordemos el caso de Alice Weidel del partido de ultraderecha alemán AfD, mujer, lesbiana, casada con una inmigrante, categorías sociales que han sido blanco de ataque del discurso político del partido que ella misma dirige.
En Chile tenemos a la candidata Evelyn Matthei, quién en un momento votó por el “Sí” durante el plebiscito de 1988, para luego retractarse de su apoyo al dictador Pinochet e incluso afirmar que nunca fue pinochetista. Recientemente en una entrevista del 18 de abril de 2025 por Radio Agricultura, declara que el golpe militar era un mal necesario y que incluso algunas muertes eran inevitables, dado el contexto de la época. Esta disonancia en su discurso no es al azar, sino más bien responde a una necesidad compulsiva por actualizar su discurso para mantener vigente su propia figura política, y nada nos asegura que en un futuro próximo la pinochetista Matthei vuelva a rechazar sus vínculos con la dictadura.
Pero, ¿y cómo es que son capaces de pasar por alto estas incongruencias?
Tanto en Chile como en Estados Unidos, la entrada de grupos religiosos a la discusión parlamentaria ha logrado poner en peligro -e incluso abolir- ciertas garantías sociales que protegían principalmente a niños, niñas, adolescentes y personas de todas las categorías sexogenéricas. Estas ideas negacionistas, del cambio climático, del género, de la orientación sexual, de la desigualdad económica, del racismo, confluyen para instalar un profundo escepticismo a la evidencia científica y la discusión académica. Y es que el coqueteo no es solo coincidencia: la ultraderecha requiere de los grupos ideológicos para movilizarse, es decir, su discurso requiere materializarse en sujetos que no sean capaces de cuestionar la agenda valórica que impulsan, la fe ciega es una virtud tanto para Dios como útil para la ultraderecha.
Sin duda es una decisión estratégica por parte de los grupos fundamentalistas cristianos tachar a los estudios de género como “ideología”, pese a ser un campo de estudio con rigurosos profesionales y pensadores que llevan un tiempo discutiendo acerca de lo que es ser hombre, mujer y todo lo que esté en medio. Otra contradicción en estos grupos es invocar la biología como fundamento empírico del binarismo de género, pese a que los científicos han sido enfáticos en afirmar que la biología humana es mucho más compleja y engañosa de lo que las convenciones sexo genéricas tradicionales nos pueden hacer creer. Esta negación es estratégica en el sentido de que proyecta sus disonancias hacia el exterior y encubre el sustento ideológico de sus propias ideas: el fundamentalismo cristiano conservador.
La ultraderecha muta, acelera, invade, asusta y por sobre todo moviliza. ¿A dónde? Quién sabe.
La necesidad de contingencia de la ultraderecha los insta a renegar de su propia historia, de acercarse a la
amenaza, de negar -si es necesario- su propia operación.
Ahora bien, ¿es tan diferente la ultraderecha de otros movimientos y coaliciones políticas?
Una observación recurrente respecto a las coaliciones de izquierda es que no son capaces de contener las críticas internas, y que a menudo la diversidad de luchas y posiciones -algunas más radicales que otras- terminan por sabotear el despliegue de las estrategias que pretenden impulsar. Sin duda algo parecido a lo que ocurre en la ultraderecha, sin embargo, con dos efectos diferentes. Mientras que la ultraderecha niega su propia historia, no es capaz de criticar su propia ideología y acecha buscando nuevos blancos para sostener su propia identidad, la izquierda debe ser capaz de construir a través de su propia historia, de sus propios errores, de sus aciertos y por, sobre todo, de sus inconsistencias. Construir una posición política desde nuestras diferencias sexogenéricas, raciales y económicas parece ser el antídoto a la otredad constitutiva en el militante de ultraderecha. No es la verdad universal la que nos guía, sino la incertidumbre de particulares con inquietudes sobre el futuro la que nos moviliza.
Y es que, en mi opinión, es la tensión que se genera a causa del diálogo, la superficie donde se materializa el cambio, aunque no siempre sea algo agradable, cómodo o fácil. No sólo debemos ser capaces de cuestionarnos, sino también de valorar la discusión por sí misma. En su libro Dysphoria Mundi (2022), el filósofo Paul B. Preciado nos invita a habitar las ruinas de un régimen económico y social que ha alterado el flujo del tiempo y el espacio con sus tecnologías de comunicación, donde el diálogo proviene de todas partes, todo el tiempo y que, sin embargo, da la impresión que hoy más que nunca hemos guardado silencio ante el avance de la barbarie fascista, véase el estado actual de Gaza y el genocidio palestino.
Asumir un compromiso radical con el diálogo implica utilizar las ruinas de nuestro discurso como ladrillos para construir nuevos significantes políticos, acelerar la transformación de nuestras instituciones y mutar el lenguaje hasta volverlo irreconocible -y con ello, nuevas posibilidades de existir-. La única manera de sobrevivir a la debacle social y medioambiental será la de aceptar nuestras inconsistencias e historia como manifestaciones válidas y esperables de nuestro acontecer social, y construirnos para hacer frente a lo urgente y no en función de lo urgente.
En el núcleo de la ultraderecha está escrita la profecía de su propia disolución y fracaso. ¿Qué tanto daño permitiremos en su camino a la debacle?
El verdadero desafío no es evitar el surgimiento de ideologías fascistas de ultraderecha, sino en construir desde nuestras propias contradicciones -y la angustia que nos provocan- para encontrar las soluciones del futuro, sin perder el deseo de vivir en un mundo, no mejor, sino diferente.