La Constitución Política de la República de Chile asegura a todas las personas e derecho a la vida y a la integridad física y psíquica (Artículo 19 N°1). En consonancia con ello, la propia Carta Fundamental impone fuertes restricciones a la pena de muerte, reflejando la evolución del ordenamiento jurídico hacia una mayor protección de los derechos fundamentales.
No es casualidad que el constituyente, en un ejercicio de ponderación entre el ius puniendi del Estado y las garantías fundamentales, haya optado por limitar severamente su aplicación, reservándola exclusivamente para casos excepcionales y remitiendo su regulación a una ley de quórum calificado: “La pena de muerte sólo podrá establecerse por delito contemplado en ley aprobada con quórum calificado. Se prohíbe la aplicación de todo apremio ilegítimo”. Esto significa que, incluso a nivel constitucional, la posibilidad de instituir la pena de muerte se encuentra muy acotada y condicionada a una ley de mayoría
cualificada (mayoría absoluta de diputados y senadores en ejercicio), reflejando un principio general de excepcionalidad.
En la práctica jurídica, Chile “derogó” -con ciertos matices- la pena de muerte para los delitos comunes en el año 2001. Mediante la Ley N° 19.734, promulgada durante el gobierno del Presidente Ricardo Lagos, se derogó la pena capital del Código Penal, de la Ley de Seguridad del Estado y de otras normativas, reemplazándola por la pena de presidio perpetuo calificado como sanción máxima. El presidio perpetuo calificado implica cárcel de por vida, con la posibilidad de solicitar libertad condicional sólo tras 40 años de cumplimiento efectivo, lo que garantizó que los crímenes más graves siguieran teniendo un castigo severo, pero sin recurrir a la ejecución. Desde entonces, no existe en Chile pena de muerte aplicable a delitos civiles ordinarios.
Cabe señalar que, tras la reforma de 2001, únicamente subsistió la pena de muerte en ámbitos muy restringidos del fuero militar. En particular, el Código de Justicia Militar mantuvo la pena capital para ciertos delitos cometidos en tiempo de guerra (por ejemplo, traición o actos graves contra la patria durante conflictos armados).
Sin embargo, dichas disposiciones nunca más han sido utilizadas: Chile no enfrenta una situación de guerra que active esos preceptos, y además existe un consenso político-jurídico para eliminarlos completamente. De hecho, en años recientes se han impulsado proyectos de ley para suprimir también la pena de muerte del Código de Justicia Militar, completando así la abolición total en la legislación interna. Hoy la pena de muerte no puede implementarse en Chile, porque no hay ley vigente que la contemple para delitos civiles, y cualquier intento de crear una nueva estaría sometido a los estrictos límites constitucionales que ya mencionaremos.
I. Tratados Internacionales y Compromisos de Chile.
La posición abolicionista de Chile se ve reforzada y enmarcada por tratados internacionales (en adelante TT.II) de derechos humanos, tanto universales como regionales, que prohíben expresamente la pena de muerte o limitan drásticamente su aplicación. En el plano interamericano, Chile es Estado Parte de la Convención Americana sobre Derechos Humanos (también conocida como Pacto de San José de Costa Rica), que fue ratificada en 1990.
Chile, al haber derogado la pena de muerte para delitos comunes en 2001 –no así en justicia militar como se relató ut supra-, quedó jurídicamente vinculado a la obligación internacional de no restablecer esta sanción. Dicha prohibición se sustenta en el principio de progresividad y no regresión en materia de derechos humanos, conforme al cual los Estados signatarios no pueden adoptar medidas que impliquen un retroceso en la protección de estos. En consecuencia, cualquier intento de reinstaurar la pena de muerte sobre la materia ya derogada supondría una transgresión de los compromisos internacionales asumidos por Chile, generando responsabilidad a nivel del derecho internacional.
Este principio, derivado del carácter progresivo e irreversible de los derechos humanos, establece que una vez alcanzado un nivel superior de protección, este no puede ser disminuido ni revocado en el estado actual en que se encuentre. Así, el restablecimiento de la pena de muerte no solo vulneraría tratados internacionales vigentes, sino que también representaría un retroceso en la tutela de la dignidad humana, socavando el desarrollo normativo y jurisprudencial orientado a la abolición de las penas crueles, inhumanas o degradantes.
Adicionalmente, Chile ha firmado y ratificado instrumentos internacionales de alcance universal y vinculantes que proscriben la pena de muerte. Destaca el Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) de Naciones Unidas, destinado a abolir la pena de muerte en todo el mundo. Chile suscribió este protocolo en 2001 y lo ratificó en 2008 -por la entonces ex presidenta Michelle Bachelet-, comprometiéndose a mantener la derogación realizada hasta ahora. Dicho protocolo prohíbe ejecutar a cualquier persona bajo la jurisdicción del Estado parte. Cabe señalar que, al ratificar tanto la Convención Americana como el Segundo Protocolo del PIDCP, Chile formuló reservas para permitir excepcionalmente la pena de muerte en tiempos de guerra -conforme a lo que esos mismos tratados autorizan de manera limitada-.
No obstante, esta salvedad condicionada en la teoría no afecta el hecho de que en la situación normal de paz Chile no puede aplicar la pena de muerte sin contravenir sus obligaciones internacionales.
En su conjunto, los TT.II, tanto de alcance universal como regional, configuran un andamiaje normativo supranacional que resguarda de manera categórica la abolición de la pena de muerte en Chile. Al suscribir estos instrumentos, el Estado chileno ha reconocido expresamente que la pena capital es incompatible con los derechos humanos esenciales y, en consecuencia, ha asumido una obligación internacional ineludible de no retroceder en esta materia.
Los tratados y decisiones anteriormente señaladas influyen directamente en la legislación interna, pues Chile ha consagrado en su propia Constitución el principio de que los tratados de derechos humanos ratificados y que se encuentren vigentes tienen rango constitucional (posición del profesor José Luis Cea, exministro del Tribunal Constitucional) y no pueden ser dejados sin efecto por leyes internas.
Ya expuesto con claridad y contundencia estos puntos de la columna, resulta inevitable señalar cómo ciertos sectores, de manera recurrente y oportunista, buscan reabrir un debate que, en términos jurídicos e internacionales, está zanjado. Figuras como Evelyn Matthei, cada vez que un crimen de alta connotación pública sacude al país, desempolvan la discusión sobre la pena de muerte, presentándola como una solución fructífera y expedita a la crisis de seguridad, cuando en realidad no es más que un espejismo de todo lo mal que se puede hacer para resolver ese problema.
La evidencia empírica y la doctrina internacional han demostrado hasta el cansancio que la pena de muerte no reduce la delincuencia ni disuade la delincuencia, sino que más bien encarna una respuesta emocional y populista que elude la discusión de fondo: la necesidad de políticas públicas dirigidas a mejorar la seguridad. Insistir en su reintroducción no solo es inviable desde el punto de vista jurídico, sino que también revela una peligrosa tendencia a instrumentalizar el dolor social con fines políticos, en lugar de impulsar políticas que realmente mejoren la seguridad y fortalezcan el Estado de derecho.
II. Jurisprudencia relevante.
A lo largo de la historia penal chilena, diversos casos emblemáticos han marcado el debate en torno a la pena de muerte, ya sea impulsando su completa abolición sin excepciones o alimentando discusiones sobre una eventual reinstauración. Uno de los ejemplos más citados es el del “Chacal de Nahueltoro”, alias de Jorge Valenzuela. En 1960, Valenzuela –un campesino analfabeto y alcohólico– cometió un brutal múltiple homicidio de su pareja y los cinco hijos de ella. Durante su encarcelamiento a la espera de la ejecución, mostró signos de arrepentimiento, aprendió a leer y logró cierta reinserción “espiritual”. No obstante, fue fusilado en 1963 conforme a la sentencia judicial de la Corte Suprema de la época –en primera instancia, la defensa ejercida por los abogados Poseck y Grossi consiguió que se impusiera una
condena de 20 años. Sin embargo, el gobierno de Alessandri, logró que el caso llegara hasta la Corte Suprema, instancia en la que la sentencia fue modificada y reemplazada por un decreto de fusilamiento-, un hecho que causó gran conmoción nacional.
La historia del Chacal de Nahueltoro (inmortalizada después en una película de 1969) evidenció las dimensiones morales y sociales de la pena de muerte: mucha gente se preguntó si era justo ejecutar a alguien que, pese a la atrocidad de su crimen, había demostrado cierta capacidad de “rehabilitación”. Este caso emblemático se considera clave en el debate de esa época para la formación de una consciencia crítica respecto de la pena de muerte, al poner de relieve lo irreversible del castigo y la posibilidad de error o redención.
Otro caso paradigmático es el de los denominados “psicópatas de Viña del Mar”, Jorge Sagredo y Carlos Topp, ex carabineros condenados por una serie de asesinatos cometidos a comienzos de los años 1980. Ambos fueron finalmente ejecutados el 29 de enero de 1985, convirtiéndose en los últimos reos ajusticiados en Chile.
Esta doble ejecución –llevada a cabo durante la dictadura de Augusto Pinochet, quien negó las solicitudes de clemencia– dejó una serie de interrogantes en la sociedad chilena.
Por un lado, la brutalidad de los crímenes generó pánico y pregunta sobre el ejercicio de la justicia chilena; pero por otro lado, la aplicación de la pena máxima a los perpetradores reavivó la discusión sobre la legitimidad de la pena de muerte. En los años posteriores, ya restablecida la democracia, ningún gobierno quiso volver a ejecutar a un condenado. De hecho, durante la década de 1990 varias sentencias de muerte fueron conmutadas por presidio perpetuo por los Presidentes de la República, evidenciando una inclinación del Estado de Chile a no emplear el recurso extremo de quitar la vida incluso cuando aún existía en la ley.
Estos antecedentes prepararon el terreno para que, en 2001, El Congreso aprobara la derogación de la pena de muerte para delitos comunes, decisión tomada con amplio consenso político.
La sociedad chilena comprendió que incluso delincuentes responsables de crímenes atroces pueden ser adecuadamente sancionados con cadena perpetua, evitando los riesgos y conflictos morales de la ejecución. En cuanto a discusiones sobre una posible reinstauración, éstas han surgido esporádicamente en respuesta a crímenes que causan gran conmoción pública. Por ejemplo, el “Caso Sophie” (el infanticidio de una lactante de 1 año a manos de su padre ocurrido en Puerto Montt, en enero de 2018) desató indignación nacional y llevó a muchos ciudadanos a pedir el regreso de la pena de muerte para castigar al culpable.
De modo similar, algunos políticos han planteado reabrir el debate sobre la pena capital tras casos de violencia extrema, en un afán de dar respuestas duras a la delincuencia. Sin embargo, esas propuestas inmediatamente encuentran la resistencia de amplios sectores sociales, del mundo académico y transversalmente por muchos partidos políticos. En el propio Caso Sophie, numerosos juristas enfatizaron que sería un “retroceso” retomar la pena de muerte después de casi dos décadas de su abolición.
Del mismo modo, el Gobierno y el Congreso han cerrado la puerta a tales iniciativas, recordando que Chile tiene compromisos internacionales que le impiden reponerla. Un caso ilustrativo ocurrió en 2010, cuando se presentó en la Cámara de Diputadas y Diputados un proyecto de ley para restablecer la pena de muerte para cierto tipo penal. Dicho proyecto (Boletín N° 6642-07) fue sometido a análisis técnico y rápidamente se determinó su inviabilidad jurídica: informes señalaron que aprobar esa moción implicaría contravenir abiertamente la Convención Americana y otros tratados vigentes, los cuales tienen jerarquía superior a la ley interna, según lo determina la Constitución.
En efecto, una vez que Chile ratifica un tratado internacional de derechos humanos y éste entra en vigor, sus disposiciones pasan a formar parte del derecho interno con prelación sobre cualquier norma de menor rango. Claramente el proyecto finalmente no prosperó. Situaciones similares se han repetido: en 2021, 2022 y ahora en el 2025, algunos personeros de sectores de derecha como la nombrada ut supra, insinuaron la necesidad de discutir la pena de muerte por el aumento de delitos violentos, pero tales llamados chocan con la realidad jurídica vigente.
Chile ya asumió la obligación internacional de no restablecer la pena de muerte, por lo que más que un debate de seguridad, cualquier intento serio requeriría renunciar a TT.II de derechos humanos, algo sin precedentes y de altísimo costo institucional.
Los casos históricos han moldeado la postura del Estado de Chile, y cada vez que surge la idea de reinstaurar la pena de muerte, la discusión rápidamente trasciende lo emotivo para centrarse en las barreras jurídico-éticas. La experiencia nacional actúa como un recordatorio constante de por qué Chile optó por derogar la pena de muerte y de los peligros de revertir esa decisión.
III. .¿Y si se vuelve a legislar?
La eventual reintroducción de la pena de muerte en Chile no solo enfrentaría obstáculos en lo político, sino que también suscitaría serias controversias en los ámbitos jurídico, penal y social. Desde lo jurídico, el primer escollo radica en su evidente incompatibilidad con el marco normativo vigente de mayor jerarquía. La Constitución debería ser objeto de una reforma sustantiva que implicaría suprimir o modificar la garantía del derecho a la vida, así como la disposición que subordina la aplicación de la pena de muerte a un quórum calificado. Este proceso, lejos de ser un mero trámite legislativo, supondría un debate constitucional de fondo, con profundas implicancias en el sistema de derechos fundamentales.
A ello se suma un obstáculo aún más complejo: la adhesión de Chile a diversos instrumentos internacionales que proscriben expresamente el restablecimiento de la pena de muerte. Tanto la Convención Americana sobre Derechos Humanos como el Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establecen una prohibición tajante en este sentido. En consecuencia, cualquier intento de reinstaurarla requeriría denunciar dichos tratados, una acción que no solo deterioraría el compromiso del Estado de Chile con la comunidad internacional en materia de derechos humanos, sino que además podría generar repercusiones diplomáticas y afectar la posición de Chile como país promotor sobre DD.HH.
La reinstauración de la pena de muerte en Chile representaría un claro retroceso en los compromisos internacionales asumidos por el Estado, exponiéndolo no solo a eventuales sanciones de carácter económico y políticas o condenas en tribunales supranacionales –como la Corte Interamericana de Derechos Humanos– sino también al riesgo de un aislamiento en el concierto de naciones democráticas. Desde el derecho interno, la reinstauración de la pena de muerte se encontraría en abierta contradicción con el rango constitucional de los tratados internacionales de derechos humanos, reconocido expresamente en el ordenamiento jurídico chileno. Este precepto, expresamente reconocido en el artículo 5°, inciso segundo, de la Constitución, establece que “El ejercicio de la soberanía reconoce como limitación el respeto a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana. Es deber de los órganos del Estado respetar y promover tales derechos, garantizados por esta Constitución, así como por los tratados internacionales ratificados por Chile y que se encuentren vigentes”.
Más aún, cualquier intento de reintroducir la pena de muerte quedaría sujeto a un severo control de constitucionalidad y convencionalidad, pudiendo ser declarado inaplicable o incluso inconstitucional por vulnerar disposiciones internacionales que el Estado chileno haya suscrito.
En definitiva, hablar de restablecer la pena de muerte en Chile equivale, en términos jurídicos y a la vez políticos, a plantear una ruptura con el Sistema Internacional De Protección De Los Derechos Humanos junto con las relaciones internacionales con los demás Estados partes, una decisión de extrema gravedad cuyas consecuencias podrían comprometer la continuidad del Estado de derecho y la estabilidad del orden constitucional.
La reaparición del debate sobre la pena de muerte en Chile no es casualidad. Históricamente, el endurecimiento sobre las penas y la apelación a medidas extremas surgen como respuestas casi “obvias” cuando la inseguridad se convierte en el principal foco de preocupación ciudadana. Sin embargo, no hay evidencia de que estas medidas contribuyan efectivamente a reducir el delito. Más bien, reflejan una estrategia política conocida como: el populismo penal, donde el discurso del castigo extremo se utiliza como paliativo ante la falta de soluciones tangibles.
Las recientes declaraciones de la candidata presidencial Evelyn Matthei, sugiriendo la reapertura del debate sobre la pena de muerte, encontraron eco en sectores de su coalición. El senador Rodrigo Galilea (RN) sostuvo que «el debate de cuánto se deben endurecer las penas es algo que está abierto», mientras que el diputado Guillermo Ramírez (UDI) destacó que Matthei no hizo una propuesta concreta, sino que simplemente llamó a discutir el tema. Más explícito fue el diputado Johannes Kaiser (PNL), quien afirmó que “la pena de muerte es una sanción que, creo, debe reiterarse en Chile”.
Más allá de las diferencias de matiz, estas declaraciones comparten un mismo trasfondo: la instrumentalización del miedo y la inseguridad con fines políticos. Se plantea la reintroducción de la pena de muerte como si fuera una respuesta viable a la crisis de seguridad, cuando en realidad se trata de una propuesta inviable jurídica y políticamente, además de ser ineficaz para combatir el crimen en sus diversos tipos.
Pero más preocupante aún es que este debate demuestra una grave falta de comprensión sobre los derechos humanos más básicos por gente que quiere gobernar y dirigir los destinos del país. Quienes insisten en reinstaurar la pena de muerte parecen desconocer que su derogación no fue una decisión baladí, sino el resultado de siglos de evolución en la protección de la dignidad humana y una decisión de Estado. La historia ha demostrado que el poder punitivo del Estado, cuando se desliga de garantías fundamentales, se convierte en un instrumento de miedo. A quienes hoy creen que este es un tema «debatible», no les vendría mal un repaso de historia de los DD.HH y de los principios que sustentan el Estado de derecho.
Desconozco si la alcaldesa Matthei, el diputado Kaiser y otros personeros de derecha que han impulsado este debate saben que la pena de muerte no solo es jurídicamente inviable, sino que además tendría costos económicos concretos para Chile. El Acuerdo de Asociación entre Chile y la UE, firmado en 2002 y en vigor desde 2003, incluye una cláusula de derechos humanos (Título I, Artículo 1), que establece que el respeto a los derechos humanos y principios democráticos es un elemento esencial del acuerdo. Esto significa que, si Chile reinstaurara la pena de muerte, la UE podría SUSPENDER o incluso TERMINAR el acuerdo.
Además, en la reciente modernización del Acuerdo de Asociación entre Chile y la UE (el Acuerdo Marco Avanzado), se han reforzado las cláusulas de derechos humanos, asegurando que Chile mantenga los estándares de la pena de muerte y otros compromisos en derechos humanos y fundamentales. Bielorrusia, por ejemplo, es el único país europeo que mantiene la pena de muerte. La UE ha rechazado firmar múltiples acuerdos comerciales con Bielorrusia debido a esto.
Es por lo anterior, que me resulta llamativo que Matthei, economista de profesión y heredera de la derecha más “pragmática”, no haya considerado este aspecto antes de instalar el debate. Un país que vulnera TT.II corre el riesgo de verse aislado también en términos comerciales.
El diputado Ramírez (UDI) insinuó una crítica al Gobierno al señalar que “cuando un gobierno hace mal las cosas en materia de seguridad, empiezan a aparecer propuestas más extremas”. Paradójicamente, esta afirmación es aplicable a quienes hoy impulsan este debate. La incapacidad del sistema político para dar respuestas efectivas a la crisis de seguridad ha llevado a ciertos sectores a recurrir a soluciones drásticas, inviables y regresivas. Hay que legislar con cabeza fría, no con el miedo ni con el cálculo electoral.
El debate sobre la pena de muerte que viene a instalar cierto sector no es técnico ni jurídico, es meramente electoral. Se instala en la agenda como una bandera simbólica, útil para movilizar ciertos segmentos del electorado, pero sin impacto real en la lucha contra la delincuencia. No es una discusión sobre seguridad, sino sobre la forma para capitalizar el miedo ciudadano.
Como ya he escrito de forma lata en esta columna, queda en evidencia que este debate no tiene ni pies ni cabeza. Las intenciones detrás de su reaparición no buscan aportar al debate nacional ni al de las ideas, sino instalar una discusión artificial con fines políticos. No estamos ante una propuesta seria ni viable, sino ante un acto de populismo penal diseñado para captar atención mediática y responder con demagogia a un problema real: la crisis de seguridad.
Si Evelyn Matthei, Johannes Kaiser y otros personeros de derecha realmente estuvieran interesados en mejorar la seguridad, estarían discutiendo sobre como luchar contra el crimen organizado, modernizar el sistema judicial y fortalecer la persecución en el sistema penal, entre varias temáticas de la cuales podrían debatir los “presidenciables”. Pero en lugar de eso, eligen resucitar una medida inviable y repudiada a nivel internacional, simplemente porque resulta un eslogan más fácil de vender.
Chile no necesita políticos que jueguen con el miedo de la gente para obtener réditos electorales. Necesita soluciones serias, no espectáculo. Necesita políticas pública que sean en beneficio de la gente, no discursos incendiarios que nos acercan a modelos de justicia fallidos y represivos.
A quienes impulsan este debate, les sugiero informarse antes de intentar retroceder medio siglo en materia de derechos humanos. Les vendría bien un repaso sobre derechos humanos y TT.II. Si quieren un punto de partida, pueden comenzar con este curso gratuito del Ministerio de Justicia sobre derechos humanos (https://formacionddhh.minjusticia.gob.cl/mod/page/view.php?id=6033). Quizás, después de eso, entenderán por qué el mundo avanzó y por qué Chile no tiene nada que ganar volviendo a una discusión zanjada hace décadas.