Es recurrente durante estos días que diversas autoridades, medios de comunicación y vecinos se refieran al 14 de febrero como el aniversario de Antofagasta, y a que la ciudad cumple con ello gloriosos 145 años de vida, sintiéndose plenos y orgullosos de ser parte de tan magno evento.
De hecho, se da rienda suelta a un popurrí de festivales y ceremonias que tienen como fin conmemorar tan relevante efeméride, aflorando enormes sentimientos de antofagastinidad que nos motivan a reflexionar en la enorme importancia que tiene para el país nuestra pujante ciudad.
Sin embargo, si de estar orgullosos se trata, debiéramos indagar en las verdaderas razones por las cuales celebramos este día como el Día de Antofagasta, y subimos al cerro y limpiamos las playas, y nos reunimos para compartir con amigos y familiares el espectáculo preparado para esperar la medianoche.
Para ello hay que remontarse a fines de 1866, año en que llegaron los primeros hombres y mujeres que se asentaron en la caleta. Juan López dice en su Memorial que fue el primero en llegar a ella, y que la bautizó como ‘Peñablanca’, seguramente por las rocas de la deshabitada costa que lucirían teñidas del guano dejado por las aves marinas.
Él mismo, en sociedad con el chileno Matías Torres y el francés Juan Garday, había descubierto guano rojo en Mejillones cuatro años antes, pero a los meses de iniciada la explotación, ésta había sido suspendida por el gobierno chileno en 1863, mandando a los socios a la quiebra.
Estos pioneros habían extraído también guano blanco desde mediados de la década de los cuarenta, amparados por la ley que el presidente Bulnes dictó en 1842, y que declaró los minerales y fertilizantes encontrados al sur del paralelo 23, en la bahía de Mejillones, como propiedad de la República.
Esta ley originó numerosos reclamos diplomáticos de Bolivia, que consideraba suyo el territorio hasta el paralelo 26, al sur de Taltal y, durante años, hubo serios incidentes, llegando incluso el congreso boliviano a autorizar una declaración de guerra contra Chile en 1863.
En los meses siguientes llegarían también unos doscientos hombres y mujeres. La gran mayoría eran peones chilenos que vendrían a trabajar en las futuras explotaciones mineras que se asentarían en la zona, pero también había carpinteros, herreros, operarios, empresarios y algunos intelectuales.
La primera fue la del salitre que redescubrieron Ossa, su yerno, Puelma y sus empleados en los calichales de Salar del Carmen, y que en 1857 habían sido reconocidos por don Domingo Latrille, fundador de Tocopilla, en una de sus exploraciones al desierto. Estos mantos, a escasos quince kilómetros de la costa, no eran de tan buena ley como los de Tarapacá, en ese tiempo peruana, pero la escasa distancia a la caleta lo convertía en un atractivo negocio.
Otra buena razón para que los empresarios decidieran avecindarse en la región era el Tratado de Límites firmado en agosto entre el presidente chileno José Joaquín Pérez y el general boliviano Mariano Melgarejo, mediante el cual fijaron la frontera en el paralelo 24, es decir, cediendo Chile los derechos que reclamaba hasta la bahía de Mejillones, pero acordando repartir equitativamente las ganancias deducidas de los impuestos cobrados por las empresas que extrajesen minerales entre los paralelos 23 y 25, de las cuales la gran mayoría serían chilenas o extranjeras, debido al poco interés de Bolivia por la zona, que le daba poca riqueza en comparación con las minas de plata de Oruro y de Potosí.
El procedimiento para exportar el salitre se realizó primero mediante el sistema de paradas, o sea, los trabajadores se establecían en distintos sectores, realizaban la extracción de caliche de manera manual, a golpe de picota, y trasladaban los costrones con mulas y carretas, muchas de las cuales sufrieron terribles accidentes en la cuesta que ahora conduce a Calama, debido a lo inclinado de su pendiente.
Pronto Ossa y Puelma buscan inversionistas para materializar la industria y dotar de un ferrocarril que transportarse los minerales a la costa, asociándose con hombres importantes y acaudalados como Agustín Edwards, y con la poderosa casa inglesa Gibbs & Co., que también poseía negocios en una de las compañías salitreras de Tarapacá, para formar la Milbourne Clark & Co., que heredó de Ossa el terreno donde funcionaría, pero de la que el acaudalado empresario no había querido ser parte, dejando como socios principales a Puelma, Edwards y la casa Gibbs.
Casi al mismo tiempo Bolivia ordena la fundación del puerto, el 22 de octubre de 1868, bautizándolo como La Chimba, y demarcando el terreno de la compañía salitrera, además de las diecisiete manzanas y la plaza principal que lo conforman, de acuerdo al plano diseñado por José Santos Prada.
Sólo al año siguiente Melgarejo rebautizó al pueblo como Antofagasta (que quiere decir “Pueblo del Salar Grande”), en honor a unas estancias de propiedad de su hijo ubicadas en Antofagasta de la Sierra, en la parte de la Puna de Atacama que ahora es argentina, pero que en ese tiempo pertenecía al país altiplánico.
Salar del Carmen fue la primera oficina salitrera fuera del Perú y dio trabajo a algunos pobladores, pero no fue hasta 1870, con el descubrimiento del mineral de plata de Caracoles, por cateadores arriados por José Díaz Gana y el estrafalario barón francés Henri de la Rivière, en las cercanías de la actual Sierra Gorda, que la naciente población experimenta un crecimiento demográfico casi exponencial, aumentando en dos años, de unos trescientos a casi dos mil habitantes.
Empresarios y trabajadores de distintos rincones del planeta se establecieron en la ciudad, pensando que Caracoles duraría mucho tiempo, alcanzando tal fama que comenzó a ser llamada “la California chilena”.
Años más tarde, como los pagos de los impuestos a través de las aduanas de Mejillones y Antofagasta no se realizaban de manera efectiva y, ante los reclamos diplomáticos de Chile y Bolivia, en 1874, decidieron ambos gobiernos firmar un nuevo tratado que sustituyese el anterior.
En este nuevo pacto de límites se conservó la frontera en el paralelo 24, pero se suprimió la zona de medianería, que repartía los impuestos en partes iguales, reemplazándola por una zona de exención de nuevos impuestos para industrias y capitales chilenos asentados entre los paralelos 23 y 24, por tratarse la mayoría de empresas nacionales, de capitales chilenos y también ingleses, y entre cuyos socios se hallaban hombres acaudalados, pero también congresistas e incluso ministros de Estado. Esta disposición perduraría 25 años, a lo largo de los cuales Mejillones y Antofagasta pasarían definitivamente a manos de Bolivia, a perpetuidad.
Por esos años Antofagasta sigue creciendo alcanzando las ocho mil almas hacia el verano de 1878. La municipalidad, creada en 1872, ha impulsado diversas obras emblemáticas, como la habilitación del cementerio (en el lugar que mantiene hasta hoy), la construcción de un hospital, un lazareto y la adquisición de faroles para iluminar las calles, entre otras.
Ese mismo verano, el 14 de febrero, exactamente un año antes de la ocupación, algunos señores importantes de Bolivia y otros parlamentarios de la zona proponen en el congreso gravar a la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, heredera de los terrenos y acciones de la Milbourne Clark, con un impuesto de diez centavos por cada saco de salitre exportado, y que era lo que Bolivia consideraba la ratificación de un acuerdo celebrado con la empresa privada en 1873.
A esto se sumó que, durante los meses siguientes la Municipalidad quiso cobrar a la compañía un impuesto de lastre, que es el material empleado para atar la embarcación al muelle y para volverla a poner a flote. También quiso hacerla pagar el impuesto de alumbrado que todos los ciudadanos y demás empresas extranjeras pagaban. Pero lamentablemente el artículo cuarto del Tratado con Chile impedía a Bolivia, o a sus instituciones, crear nuevos impuestos por un cuarto de siglo, por lo que todos estos impuestos eran ilegales.
En julio de 1878 el gobierno chileno interpuso un reclamo diplomático ante Bolivia. Por un tiempo el impuesto fue suspendido o “retrasado”, pero el vecino país continuó arguyendo que éste obedecía a rectificar un contrato privado celebrado cinco años antes con la compañía.
Las distintas interpretaciones que se le daban a un mismo documento agudizaron las relaciones internacionales y, a los meses, Chile debió enviar a Pedro Nolasco Videla a parlamentar con las autoridades de La Paz que representaban al general Hilarión Daza, mandatario de facto del país altiplánico.
Mientras tanto las diferencias personales entre el presidente de la Municipalidad, el chileno Francisco Puelma (efectivamente varias autoridades eran extranjeras), y el administrador de la Compañía, el inglés George Hicks, convulsionaban aún más el delicado y particularmente tenso ambiente que se vivió entonces en la zona.
Incluso en octubre, cuando es ordenada la detención del administrador, por negarse a pagar, un tumulto de unos tres mil trabajadores se dirigió al consulado chileno donde se había refugiado Hicks, para manifestarle su apoyo, provocando gran alboroto.
Este inusual hecho, que ha pasado inadvertido en la historiografía nacional y regional, sería un precedente de lo difícil que sería para los bolivianos oponer alguna resistencia en una ciudad donde contaba con 70 policías, para una población mayoritariamente chilena, que sobrepasaba el 75 por ciento.
A fines de año, el gobierno del presidente Pinto decide enviar al vetusto blindado Blanco Encalada, que llega el 2 de enero de 1879 al puerto al mando del capitán López, quien mantiene suculentas cenas con el prefecto del departamento, el coronel Severino Zapata, y otras autoridades. La situación en la ciudad parece no alterar demasiado la rutina de los antofagastinos, pero a fines de mes, cuando el gobierno boliviano decide rematar las salitreras de la Compañía, es decir Salar del Carmen y unas estacas cerca de Carmen Alto, todo empieza a cambiar.
Al igual que febrero, rápidamente avanza el proceso para tasar los bienes de la Compañía y posteriormente subastarlos. Sin embargo, el once, mientras Videla aún intenta negociar en La Paz, es informado que el gobierno del general Daza ha decidido expropiar las salitreras, decisión que motivaría al presidente Pinto a enviar al blindado gemelo del Blanco, el Cochrane, y la corbeta O’Higgins, a ocupar el puerto y restablecer la soberanía hasta el paralelo 23, por considerarse violado el Tratado de Límites por parte de Bolivia.
Lo que sucedió en realidad la madrugada del 14 de febrero fue el arribo de esas dos naves, en señal de que las Fuerzas Armadas procedían a ocupar militarmente la zona, pero, a diferencia de lo que reza la historiografía nacional, la razón no fue impedir el remate, cuya fecha se ignoraba, y sólo coincidió con el día de la ocupación. Ésta había sido decidida en respuesta a la orden de Daza de expropiar las salitreras que, para el gobierno chileno, atentaba contra los intereses del país.
El periodista Enrique Agullo Bastías así describe la sorpresiva madrugada del 14: “Nadie pegó pestañas aquella noche. Mucha gente del vecindario no apagó velas ni lámparas a la espera de la mañana. Sin embargo, los que salieron a la calle a poco de disiparse las sombras de la noche, y echaron la mirada hacia el mar, cubierto por una leve bruma estival, se alborozaron al ver balancearse plácidamente en las afueras de la poza a dos naves de guerra chilenas, el Cochrane y la corbeta O’Higgins, cuyo arribo al puerto había tenido lugar en la madrugada.”
Cerca de las 6 y media, el Blanco disparó doce salvas de cañón para saludar el arribo de las naves a la Poza.
Entre las 7 y 8 de la mañana los oficiales realizaron diversas maniobras, intercambiaron tropas y armamento previendo futuras operaciones (en realidad preparaban el envío de un buque a Mejillones, para reivindicarlo el mismo día).
Recién cerca de las 8 de la mañana el capitán Borgoño bajó por el extinto muelle fiscal, o de pasajeros, junto a algunos soldados, mientras que casi simultáneamente, unos doscientos hombres de infantería y artillería de marina desembarcaron en la desaparecida caleta contigua al muelle salitrero, por cuyas grúas más tarde “subirían” los fusiles, ametralladoras y cañones.
Al borde de la playa el cónsul chileno Nicanor Zenteno esperaba a Borgoño para acompañarlo hasta la prefectura, donde entregó cerca de las 10 de la mañana el bando de anexión, que también después se publicó en la Plaza Colón, al tiempo que los soldados marchaban por las calles aledañas, bajo los vítores de la mayoría chilena de la población y el rojo, blanco y azul de las banderas nacionales. Y todo esto, sin disparar un tiro.
Al mediodía varios grupos habían improvisado tabladillos en las esquinas de la plaza, desde donde diversos personajes realizaron discursos para arengar a la población.
Uno de ellos, del gerente de la Compañía de Salitres y Ferrocarril de Antofagasta, don Evaristo Soublette, quien había llegado al puerto hacía pocos días con el fin de salvaguardar los intereses de la empresa y presenciar el remate, advertía emocionado sobre un banquillo en una esquina de la plaza: “…que un día tan grande no sea manchado con ningún acto de violencia. Sed generosos hermanos y compatriotas ahora que estáis en vuestra patria, en esta sagrada tierra chilena.”
En resumen, el 14 de febrero fue un evento militar, pero también, para algunos, la finalización de un proceso que habían comenzado diversos pioneros que, de una u otra forma, ayudaron a “colonizar” el desierto atacameño. López, Latrille, Torres, Garday, Ossa, Puelma y muchos más que, previendo la enorme riqueza de esta tierra, serían de los primeros en venir a buscarla.
Este día se consolida un proceso de expansión de la influencia política y económica, pero también cultural. En Antofagasta se celebraban tanto el 6 de agosto, el Día de Bolivia, como el 18 de septiembre, y gran parte de las instituciones eran dirigidas por connacionales que hicieron mucho por la ciudad antes de 1879.
Por eso, no se equivoque, hoy no es el aniversario del puerto, porque antes del 14 de febrero Antofagasta ya existía. Pero sí es el día en que nuestra ciudad volvió a ser chilena…