“La muchedumbre de jóvenes, de rostros despiertos y entusiastas, junto a otros grupos de todas las edades, pasa en cantidades por las calles del centro de la ciudad, pródigos, además, en saltos y gritos. La historia quizás está marcada porque desde hace un año los acompaña una banda de música que penetra todo el sector con sus sonidos vivaces una y otra vez. Es una tarde nublada, a punto de guarecer, aunque el frío no parece darse cuenta de nada. Al otro lado de la avenida, algunas personas miran a los manifestantes como queriendo integrarse, pero no consiguen mover sus cuerpos ansiosos y desolados. La gente continua calle abajo mientras los vehículos policiales los llenan de humo, agua pestilente y gases. Un lugar de caminatas y marchas no puede ser derrotado en la inmensidad de esas voces. También, se escuchan disparos. De alguna forma, lo peor que le puede suceder a un ser humano es darse la vuelta y no asumir el trueno del pueblo inabarcable y jovial…”
Con el paso de los meses, caminar por las calles de esta ciudad, como una marca, lleva adherido el único hecho, atávico y naciente, de luchar por los derechos humanos. Es el único ánimo, en la provincia, aunque se encuentre desprovista de mayores impulsos. O, al revés. ¿Qué mejor impulso que saber que llegas al final de tu recorrido de vida dándote cuenta que no tienes nada? Es terrible e incomprensible, a la vez. Un lugar tan común, entonces, como la calle, en el último año, ha sido invadido no solo por los acontecimientos que allí ocurren y lo que sienten las personas sino, porque es, además, un espacio social avasallante que conecta con la diversa y brutal realidad: pedir a gritos cambios estructurales.
La propia esencia de las personas que allí se expone muestran desesperación y orgullo como lanzados a ese choque de su propia existencia donde solo alcanzan a pararse ante lo doloroso o lo ausente. Son personas hastiadas porque los escándalos son demasiados, por la burla de la desconexión absoluta de un gobierno que anda a las tientas, pero, a sabiendas; y porque nadie de los tribunales condena a los auténticos victimarios de tantos delitos. ¿La dura y fatal realidad empuja a la tragedia?
Una cosa es verdad: reflexionar el motivo de la rebeldía en las calles, como espanto o como aullido, no es otro asunto que atender a ese menosprecio, o ninguneo de unos pocos, que controlan todo, de esa elite, que engulle hasta el paroxismo, respecto de las visibles causas que provocan el pánico de la desigualdad social. Es lo que ha atizado, igualmente, el fuego de este despertar social y callejero. En esta paradoja del dolor, la procesión va por dentro. Y, asimismo, por fuera. Es cosa de ver los rostros directamente. De todos y todas. Son rostros tristes o grises. Más allá de esas fugaces alegrías en una marcha.
Aquellos que vemos desplegados, por una angustiosa presión social, tienen acumulación de tristezas, pero también, de rabia. Son los extremos absolutos e increíbles de la vida. La verosimilitud se escribe con la pasmosa realidad porque no hay superación de la pobreza. La falta de oportunidades, la carísima y mala educación, la nula protección al adulto mayor, la marginalidad de muchos sectores poblacionales, la muerte creciente por la pésima atención en salud pública, el hacinamiento, las pensiones indignas y toda la desprotección social, donde muchas cosas carecen de sentido, no deben dejar indiferente a nadie porque habría que preguntarse si somos multitud o uno solo.
En ese sentido, la ilusión de realidad es la negación de humanidad porque lo que atormenta a la población son tantos sucesos provistos de abusos que todo suma para una pesadilla. La gente se queda sin siquis o sin motivación. ¿Por qué, entonces, Antofagasta tiene tantos campamentos? ¿Por qué hay 88 ollas comunes? ¿por qué hay departamentos de más de quince mil unidades de fomento como una feroz bofetada para aquel que vive arrendando con una espera eterna por un subsidio? ¿por qué no tener luminarias y parques verdes donde solo hay vacío o pintura verde en el cemento como lo peor de una burla hecha por la autoridad comunal? ¿desde cuándo la ciudad se parte en dos para borrar los rostros de un lado geográfico, el del lado norte, negándoles toda representación protagónica? ¿por qué este “esqueleto nacional” vive décadas y décadas de postergaciones, tanto como una vida, para continuar escuchando la monserga de que “más adelante vendrán los cambios…”? Lo que da pie para preguntarse “¿sucederá lo mismo con lo que viene para este domingo 25 de octubre?”.
Ninguna persona debiera dejar de sentir sus necesidades y de tener su propia historia en estas trascendencias de las calles porque más que números, estos seres materializan juntos la creencia de un tormentoso despertar ante la arbitrariedad. El destino de todos, más allá de sus quehaceres, de sus melancolías o brillanteces o de sus aparentes rutinas, puede estar en ese sentimiento como una antena que reacciona cuando hay injusticias. Y, porque, además, es en el norte donde se han abierto las puertas de las organizaciones obreras y de lucha por los derechos humanos en el más amplio sentido de la expresión. Es asunto de leer. De leer la historia, pero no la torcida. Los dueños de todo dictan las leyes, controlan la tierra y los bancos; tienen redes con las fuerzas armadas, porque, además, se sirven de ellas, y manejan hasta la vida privada de las personas.
Los problemas se multiplican porque son innumerables. Y no debieran verse de manera oscura o como soslayando una simple exaltación por las calles. Por esa razón, el estallido urbano no debiera ser arrastrado por la rutina de los días. De hecho, se puede decir que ha servido de inspiración para que más personas asuman el color vivo de ser testigos de una época. ¿Cuánto pesa un ser humano en toda su valía de individuo? ¿nos consideramos un oro humano admirable? ¿O ¿preferimos el áspero paréntesis para endosar a otros el tejido social de la vida solidaria? Los rostros en las calles no pueden ser negados en su humanidad ni dejados fuera de foco porque entre catástrofe y peligro se persigue solo la felicidad y belleza de ser persona. Que el soplo de ir con fuerza a las calles relumbre en esa lámpara encendida como una profecía.