El día 10 de septiembre de 1973, seguramente el magisterio nacional se encontraba ansioso para celebrar el 11 de septiembre con orgullo el día del profesor. Es sabido que ese momento no llegó. Es sabido que fue aplastado, que fue aniquilado, masacrado de golpe. Desde 1977, en cambio, hay que esperar hasta el 16 de octubre para celebrarlo.
A 50 años del golpe fascista, es realmente preocupante el negacionismo ante el fatídico acontecimiento, pero no solo es preocupante la negación de algunos sectores de la población (que, aunque cueste reconocerlo, no solo está ocurriendo en sectores que explícitamente podemos catalogar de derecha), sino que es altamente preocupante, reprochable, el silencio sostenido desde las comunidades educativas. No solo desde un ministerio que no ha direccionado esta importante reflexión, sino también desde los sostenedores y desde los variados consejos de profesores.
Esta alarmante situación no tiene una respuesta fácil, pero sí se podría esbozar fácilmente que una de ellas es por el miedo a ser apuntalados de adoctrinadores. Ahora bien, si la escuela contemporánea ha definido como tres de sus principales vectores “la democracia”, la “convivencia democrática” y el fortalecimiento de una “escuela inclusiva”, ¿no es pertinente iniciar una reflexión pedagógica sobre esa fatídica fecha? ¿sobre las violaciones de los derechos humanos? ¿sobre la persecución al que piensa distinto? ¿sobre la segregación de la sociedad? ¿sobre el valor de la democracia, de la convivencia democrática, y sobre el repudio a la solución violenta de los conflictos?
Cuestión preocupante, además, no solamente por las implicancias éticas y morales que trajo consigo el fascismo, sino también porque los asuntos de mayor envergadura que se están negociando desde el petitorio levantado por el Colegio de Profesores (deuda histórica, desmunicipalización, precariedad laboral, cambio al financiamiento por asistencia, entre otros) se engendraron cuando el fascismo desangró a nuestra patria.
Asunto no entendible, por otra parte, cuando el magisterio nacional ha venido demando en estos años soluciones al aumento de la violencia escolar. Asunto que no se puede explicar sin hacer mención a la política de exterminio de la dictadura que, primero, fracturó de una manera inconcebible el tejido social, la convivencia democrática, el cuerpo social, la solidaridad entre sujetos e instaló la competencia como forma de sobrevivencia y vivencia. Y, por otra parte, cuando desmembró al Estado (privatizando la salud, el sistema de seguridad social, la educación, la cultura…), dejando al individuo a su suerte, dejándolo rascarse con sus propias uñas y forjando, a punta del terror, la desaparición y la tortura, un “ser humano nuevo”; que viera al otro desde una óptica cosificadora, como su enemigo, como un impedimento para lograr surgir (los años de injusticia, de olvido y de poca o nula reparación, parecieran mantener y profundizar esos anclajes dictatoriales en estos 50 años).
Si de verdad el magisterio proclama la defensa y el fortalecimiento de la educación pública, si de verdad creemos en los principios de una escuela democrática, para todos y para la paz, no podemos eludir nuestra responsabilidad en la construcción ética y moral de estudiantes democráticos.
Eludir esta responsabilidad significaría de paso anular nuestras luchas, permitir que la violencia siga dominando la convivencia y renegar de nuestro importante papel en la sociedad: el hacer que toda la niñez, infancia y la adolescencia tenga una vida digna, feliz y en paz.