A unos metros donde vivo, es decir, a una distancia corta, la realidad cae de golpe. La dimensión de la existencia, allí, refuta cada desafío porque todo es demasiado y más. La realidad no encuentra tregua en el dolor porque no existe ningún discurso público que dé seguridad ni tampoco identidad a la población que viaja a ese abismo. “Los días ya no tienen orgullo”, dice un vecino. Y, otro, reconoce, que ya no siente el aire en su boca. Observo un espacio enorme. Entre un cielo que se pierde y el arrojo de quienes intentan salvar vidas, algo me intenta abrazar, sin encontrarme. Igual que otros días, es un edificio, que se llena de voces, donde se brinda la atención sanitaria. Sin embargo, observo cansancio, fatiga, dolor y despedidas. No quisiera decir la palabra que está en nuestra cultura porque causa miedo y ninguna inspiración. Pero, es la muerte la que nos golpea, siempre en pugna, sin piedad, ausentes en el sueño, de este tiempo de enero.
A metros de donde me encuentro, las personas piden limosnas en las calles. La avenida se ha llenado de personas, chilenas y de otros territorios, que nos miran a través de ojos desolados. A muchos no les toca nada. Ya no sienten. Ya no navegan por sus propios días ni tampoco por sus equilibrios suspendidos. Son seres que piden contemplar lo que llevan como el único oro fraternal hacia ese misterio de la solidaridad. Pero, los automovilistas solo pasan raudos. Nadie quiere llenarles el alma. Yo no conozco a ninguno de ellos. Todo lo que sé es que allí caminan humanos sin aire, casi; con niños que intentan alimentarse de su propio designio errante. Por la avenida Salvador Allende, desde mar a cerro, se levanta una lucha, con luz libre. El ojo secreto de la gente, como “el secreto gris de Antofagasta”, es lo que alumbra sobre la esquina, esta mañana.
Muy cerca, en la puerta de una casa, una familia espera. Contemplan la barriada. Los techos. Los vecinos. Su propia calle. Escuchan algunas canciones, a lo lejos. Intentan llenarse de sol para llevarlo, entre sus manos, a sus hijos presos, sin que se les vaya lo dorado del calor. El día en la cárcel es un temblor llevado del demonio. Solo para consumirse o para endurecerse. Es un lugar que nadie quisiera oír. Un espacio que no debiera existir. Los que no han estado jamás en un presidio no pueden usar la palabra con la piel abierta porque allí no hay días alegres. Las familias congelan su aliento y energía. Quieren a sus hijos de regreso. Hasta la saciedad, ellas solo buscan cobrar la libertad arrebatada para que venga el hijo, el nieto, el sobrino a alumbrar las manos con un nuevo regreso de lucha y compañía.
A centímetros del corazón, aquí, dentro, en el azul de la revolución personal esperamos lo que haya que venir. Aunque el eslabón recobrado, de este tiempo, es la acción directa, con irrupción y con ansia. El clamor resuena desde las calles porque es la historia la que se desgaja. Es el malestar lo que obliga a levantarse, y a sacudirse con el pálpito de lo que nos rodea… porque debe haber más de un sentido para este siempre esquivo sistema que todo lo parcela, lo sesga y lo trastoca. Pero, también, debe haber algo, desde la mañana que alumbre este tiempo prohibitivo que se mezcla con el tiempo que cuestiona al mundo. A la mujer que piensa, se le cortan las alas de la creatividad; al hombre que lucha se le dispara sin piedad. Al joven que tiene tenacidades infinitas, se le extingue su resuello porque es el interior lo que se ataca. Pareciera, entonces, que la comodidad es salir sin apremio hacia los otros; sin tener un sentido de brisa solidaria. Los gritos en las calles reconocen su camino: “¡Chile despertó!”, grita alguien. “No estamos en guerra, estamos unidos”, dice, otro. “¿Qué eso del orden público si no hay derechos públicos?”, dice alguien más allá. “Nada apagará nuestras ganas de luchar: la realidad es la que habla…”.