Vi hace unos días en este periódico que varias agrupaciones religiosas marcharían en Antofagasta contra el aborto. Naturalmente al examinar el aborto las consideraciones religiosas no son las únicas: entre varios otros aspectos importantes destacan las consideraciones filosóficas, médicas y biológicas, así como los puntos de vista políticos.
En las últimas siete décadas, con el auge merecido de la filosofía feminista, una de cuyas fundadoras principales fue Simone de Beauvoir, se han estudiado y discutido en detalle las dimensiones políticas y sociológicas del aborto. En América Latina, a partir de los años 1970, la generalización de las dictaduras militares íntimamente vinculadas al machismo (cf. hoy Bolsonaro) fueron la causa del florecimiento y desarrollo de los contenidos políticos de la filosofía feminista. Dejo aquí ahora este punto político para volver a la religión.
Por lo general en el mundo quienes se oponían y oponen al aborto, hoy como antaño, lo hacían y lo hacen por razones religiosas. La idea de los creyentes cristianos (me restrinjo a ellos esta vez) es que, nos demos cuenta o no debido a nuestra débil capacidad mental, vivimos en el mejor de los mundos posibles porque fue hecho y es dirigido por una divinidad todopoderosa, omnisciente e infinitamente buena. En consecuencia el ser humano no tiene razón de querer desviar lo divinamente establecido. Para estas creencias mítico-religiosas no hay ni siquiera una sombra de evidencia, razón por la cual llama la atención que tantas personas abriguen tales ideas, y aún más, militen por ellas. No se pone en duda su buena intención, es decir su preocupación moral: lo increíble es su irracionalidad.
Esta irracionalidad no significa que los mitos sean completamente insignificantes. Al contrario: merecen un examen detenido porque hay una continuidad entre sus raíces y las raíces de la filosofía y de la ciencia. El valor supremo de los mitos religiosos es revelar las preocupaciones más profundas del ser humano: por qué existe el universo, por qué vivimos, qué valor o sentido tiene la existencia, qué ocurre al morir, y así sucesivamente. No existe persona que no se haga este género de preguntas y ante ellas tres actitudes son posibles: o bien (a) se las reconoce como enigmas con respecto a los cuales no tenemos siquiera los conceptos idóneos para examinarlos y se los abandona de una vez y para siempre (escepticismo), o bien (b) se hace un esfuerzo filosófico-científico para interpretarlas correctamente y tratar gradualmente de darles cabida dentro de un sistema racional especulativo lógicamente coherente (metafísica naturalista), o bien (c), el vivir en la incertidumbre hace la vida tan insoportable, que se aceptan esta vez las respuestas míticas y no solo las preguntas (religión).
El lector entendió que me refiero a personas con una fuerte vida interior en búsqueda de respuestas a un cuestionamiento individual (como los militantes religiosos contra el aborto) y no a quienes —son la mayoría— que abrazan el cristianismo solo por determinismo social. Retengamos de este punto lo irracional del pensamiento según el cual todo aborto debería estar prohibido porque no hay que ir contra los planes sabios, buenos y perfectos de una supuesta divinidad cuya existencia, decía, no cuenta ni siquiera con una sombra de evidencia.
El otro gran aspecto de filosofía de la religión, pertinente esta vez de manera más específica a la discusión sobre el aborto, al empleo de instrumentos de control del estado del feto, es formulable así: ¿es la existencia preferible a la inexistencia, sean cuales sean las consecuencias? Una vez más, no existe ningún argumento racional, convincente, concluyente según el cual, 1° existir es preferible a no existir, sean cuales sean las consecuencias, 2° existir es sencillamente preferible a no existir.
Los optimistas han pensado siempre que existir es la mayor perfección imaginable, razón por la cual uno de los argumentos favoritos a favor de la existencia de la divinidad desde la Edad Media es que sería contradictorio que a un ser infinitamente tan perfecto como ella le falte la existencia. Sin embargo y más generalmente, cuando se levanta la cabeza y se ve cuánto sufre gran parte de la humanidad y de los animales, es imposible pensar que vivimos en el mejor de los mundos posibles regido por un ser infinitamente perfecto, sabio y bueno.
De interés más específico aún para la discusión sobre el aborto es esta cláusula: existir es preferible a no existir, sean cuales sean las consecuencias. Mire alrededor: quienes han vivido o viven de cerca la experiencia de dedicar toda una vida a ocuparse de personas con deficiencias gravísimas psíquicas y físicas no pueden sino dudar de esta curiosa creencia: existir es preferible a no existir, sean cuales sean las consecuencias.
Lástima, a los creyentes les falte lucidez para darse cuenta de que la religiosidad es un asunto personal íntimo que las iglesias desnaturalizan, haciendo correr el riesgo de grandes regresiones sociales cuando los Estados se dejan influir por ellas.