Ricardo Díaz Gobernador

Columna | «Los perros»: Con impunidad no hay democracia

Por Gonzalo Baros

“¿Qué pasa con los monstruos que ya no infringen las leyes ni exceden las normas, sino que, al contrario, amparados por ellas, muestran la propia monstruosidad de una ley que siempre los favorece?”, se cuestionan en revista Carcaj.

Por una parte, éstos provocan graves enfermedades —o derechamente el asesinato— para las mujeres. Como la protagonista (M., 40) a lo largo del film, la misma que padeció un ataque de risa cuando el PDI le dijo “este país está lleno de monstruos”. Un mundo de hadas, como su biográfica burbuja.

Y es que es hija de un neoliberal fundante, el dueño de una forestal, civil activo que en dictadura proveyó camiones para hacer desaparecer a “otros” civiles. Un hombre que le solicita firmar documentos que “no necesitan ser leídos”, otros que resumen reuniones a las que no fue invitada. Alguien que conoce “a todo el mundo”, afirma, “escoltado” por amigos que lo definen como un hombre de honor. Honor, esa cosa tautológica.

Homólogamente su yerno, un arquitecto. “Este proyecto era de lo dos, no mío solamente”, le recuerda cuando ella decide abandonar el tratamiento de fertilidad. Un trasandino, familiar de militares, presos “en cárceles comunes”, aclara; que habita una casa obsequiada por parte de… su suegro. “Ese es tu problema… no poder ver el problema”; “¿No se te habrá quedado el cerebro en el segundo piso del mall, M.?”; “andáte de aquí… pendeja de mierda”. Estos dos hombres, por un lado: el can fáctico de la economía política.

Del otro lado, el can instrumental. Primero, la PDI. El rati en el umbral, esperándola; un bar, alcohol, y entrega de información que vinculan crímenes de lesa humanidad al militar retirado, instructor de equitación de la protagonista. Luego, un atraque sexual en el estacionamiento, desde la misma ley que en un principio se manifestaba recta, el mismo profesional.

Segundo, el ex milico. La toquetea y la palma en el contexto pedagógico; ella sonríe. No se arrepiente de nada, pero a la vez solloza y confiesa no sentirse bienhechor, haber querido ser otra persona. Su gracia, su rol, es dignificar a la protagonista: quererla, complacerla. “Usted es mucho más valiente de lo que cree… tiene que tener más confianza no más”. Sentencia judicial, carta, suicidio. Lectura de carta por parte de ella y (literal) vómito de la verdad: el delictivo pasado paterno.

Finalmente, entre los canes anteriores, los tres parresiástas. El artista visual que cristalizó la moral chilena en perros de distinto tipo, algunos hórridos, otros pulcros, como el que M. se lleva desde la galería AFA; no sin antes disipar la suspicacia ético clasista del joven. La cantante de la banda hardcore punk como reclamo de la verdad: impoluto grito femenino de sentido en contra del sin sentido discurso patriarcal nacional.

Y la enfermera “particular” encargada del tratamiento con progesterona para la estimulación ovárica, que, a su vez, es parte del grupo funa. Dato casi imperceptible, pero que explica su mirada intensa en su última sesión a cargo del tratamiento.

Paralaje por anamorfosis

Esta última mujer es la clave del relato. Por una parte, le grita y descalifica a centímetros en la “escena funa”, recriminando la impunidad de asesinos y cómplices; y por otra le suministra las inyecciones que posibilitarán una exención biológica, la gestación de una vida. Denuncia el privilegio de ellos ante la ley social, pero le proporciona el privilegio ante la ley natural. Esa es su ironía.

La de la protagonista es que, por acompañar al único hombre que la valoraba realmente, fue abarcada e insultada por la misma enfermera encargada de un tratamiento reanudado a contrapelo, o, por lo menos, “volando bajo” ante la voluntad de quien, en verdad —he aquí el infortunio—, no la valoraba: su marido.

Este volar bajo es representado por una protagonista “ida”, “en otra”, mirando la ventana del despacho médico que re-produce el vuelo de un ave, el doble paso de una mancha, un espectro (como el gato negro en “Matrix I”); es decir, un “error en el sistema”, el quiebre de lo que parecía ser una homeostasis de soberanía corporal y biográfica. A decir, la concesión y la consecuente apropiación de su potencialidad divina: la creación de vida y el poder “echar a andar” subjetividad, ideología. Convirtiéndose ella, de esta manera, en extensión territorial de la voluntad masculina y de su doctrina asociada.

En línea con el párrafo anterior: ejercicio de privilegio ante la norma social, lo consuetudinario, el siempre en disputa sentido común. Dado que retomar el tratamiento volando bajo sólo podía ocurrir con un médico y un marido pudiendo hacer pasar gato por liebre: un uso privado de la razón (androcentrismo) como si fuera un uso público: derechos humanos, sexuales y reproductivos en este caso.

En síntesis, la protagonista: extensión de la voluntad económica, política del padre y biológica del marido; válvula de tensión erótica, sexual del rati y afectiva del ex milico; flanco de reclamo moral, ética del artista y legal de la enfermera.

Chile, máquina de impunidad

De un tiempo a esta parte, un tiempo larguísimo para la mayoría de la población, el sentido común del núcleo chileno identitario es conservador. En contraposición al laicismo, al desacralizar, la cultura chilena es una sacra máquina de impunidad masculina. Y sobre esto trata la película: sobre cómo nosotros los hombres nos salimos con la nuestra todos los días, a cada rato, cuando ejercemos nuestro privilegio, sea en el marco de lo legal o de lo consuetudinario; o, de vuelta a lo legal, por el sólo hecho de existir en Chile.

El análisis no puede ni debe ser realizado sobre la posición de la hija de un neoliberal originario-no-fake; no viene al caso sentir demasiada empatía por personaje alguno. La interpretación debe efectuarse, en general, sobre los excesos negativos del cuerpo y la mente en el Chile neoliberal del 2018, y de su respectiva sujeto mujer en particular. En entrevista con radio Duna, Said comenta que M., aunque nunca la veamos tomar pastillas, de seguro toma ravotril.

Es más, la única manera en que la actuación de Zegers tenga sentido es con M. comenzando a medicarse finalizada la historia. Acto seguido, debemos concluir que lo representado es un paréntesis de inflexión en la salud y en la biografía del personaje —cinco minutos antes del final, a M. se le muestra descompuesta y abatida por los traumáticos sucesos (amante y mascota muertos) recibiendo un perro cachorro “nuevo”, como si de cuestión farmacológica se trata. De no ser así, entonces el personaje, con esa edad, estaría infantil o extrañamente interpretado.

Aquí Said hizo lo que tenía que hacer. Si M. tomara medicamentos, le ocurriría lo mismo que a Nabila Riffo, Valentina Henríquez y tantas otras: sería puesta en tela de juicio por contradictoria; y la película sería poco efectiva en cuanto aprendizaje sexual y afectivo. En cambio, sin pastillas, el film no garantiza que el/la expectador/a comience a ver el árbol y el bosque al mismo tiempo, pero sí es un gran aporte en el in-corporar esa mirada, la antipatriarcal.

Finalmente, los perros representan una diferencia originaria, una mueca, una ficción violenta entre el árbol y el bosque: la democracia chilena. Un monstruo, también: las hórridas máscaras de la galería, el padre cómplice clave de la derecha dictatorial, el asesinato de la mascota por parte del vecino de M., etc.

Y en la vida real, a propósito de sentido común: ministros que restringen la ley de aborto por vía administrativa; presidentes que guardan silencio ante mujeres apuñaladas en una marcha; jueces que benefician con libertad condicional a violadores de DDHH… La in-humanidad en ejercicio de la democrática fronda chilensis.

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