Por Mohamed Charbi.
Marruecos, África.
En estos tiempos la banalización es más peligrosa que la pandemia de la Covid-19 que está azotando al planeta entero. La banalización no destruye solamente los cuerpos humanos débiles, sino que también corroe la vida en general. Resulta, entonces, muy difícil frenar este fenómeno cuyo veneno supera al de la víbora y aquí vienen a colación las palabras del cuentista, dramaturgo y médico ruso Antón Pávlovich Chéjov: “No hay nada más terrible, insultante y deprimente que la banalidad”.
Entendemos por la banalidad “lo que es trivial o sin importancia”, según el Diccionario Panhispánico de Dudas. Del mismo modo, la banalización es la acción y el efecto de banalizar, o sea, el resultado de tratar algo de modo trivial. Últimamente, el mundo está viviendo sus peores momentos; está claramente en declive, en decadencia flagrante. Y esto no es ni por las guerras ni por las epidemias, sino por la banalización que se extiende, como una gota de aceite, por todas las sociedades contemporáneas del mundo. Todo se difunde de manera global. En esta época, cualquier evento se divulga por el planeta en un abrir y cerrar de ojos. Esto sucede a través de las redes digitales que nos envuelven y en las que estamos atrapados, velis nolis.
Vivimos, por lo tanto, tiempos en que lo banal supera con creces lo útil y lo relevante. Aunque sea un asunto equivocado. La gente tiende a valorar, en esta época, cada vez más la irrelevancia, la estupidez, la trivialidad… en detrimento de lo que es importante, relevante y trascendente. Gran parte de la información, por ejemplo, se plantea con un enfoque banal, manipulador y viciado de origen. La banalidad se impone, entonces, tanto en asuntos de entretenimiento como en temas considerados más interesantes tales como la política, educación, arte y otras manifestaciones de la cultura.
Ahora bien, en tiempos de crisis sanitaria a nivel mundial, la banalidad, en efecto, tiene más seguidores que antes. La inmensa mayoría de la gente da la prioridad a lo absurdo y lo inútil. En fin, la mayoría sigue a la mayoría,… como dice la expresión popular: ¿dónde va Vicente? donde va la gente. La banalidad, desde ese punto de vista, se ha convertido en una mercancía de gran valor y que se vende a gran precio debido a que existe mucha demanda.
Sin lugar a dudas, la creciente frivolización que se ha ido tomando a las sociedades contemporáneas va a tener unas consecuencias muy terribles a corto, medio y largo plazo. Con la banalización, la inteligencia fue reemplazada por la estupidez, la verdad por la mentira, el contenido por la forma, la ciencia por la ignorancia, el sabio por el loco,… Ahora, las estrellas de televisión y los grandes futbolistas ejercen la influencia que antes tenían los profesores, los pensadores y -mucho antes- los teólogos. Convertir el entretenimiento pasajero en la aspiración suprema de la vida humana es un ideal absurdo e irrealizable.
Vivimos en un mundo donde lo más importante, en su escala de valores, es el entretenimiento. Divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Y más, todavía, en estos tiempos de Pandemia. Según el escritor peruano Mario Vargas Llosa, una sociedad necesita divertirse, pero no es lógico que el entretenimiento se convierta en el valor supremo porque eso conlleva a la banalización de la cultura, a la generalización de la frivolidad y, en el campo específico de la información, a la proliferación del periodismo irresponsable que se alimenta de la chismografía y el escándalo. La banalidad se vende como marca de moda en los medios de comunicación masivos.
Cabe señalar también que la sociedad se ha ido banalizando de manera global, es decir, la banalización ha afectado a todos los ámbitos de la vida sin excepción alguna. Ni la cultura se salva de este problema, de modo que se ha convertido en industria del entretenimiento. En el mismo contexto, dice Eduardo Galeano: “Estamos en plena cultura del envase. El contrato de matrimonio importa más que el amor, el funeral más que el muerto, la ropa más que el cuerpo,… la cultura del envase desprecia los contenidos”.
Seamos sinceros. Todos y cada uno de nosotros somos responsables, de una manera u otra, de la proliferación de la banalidad. Contribuimos, consciente o inconscientemente, a la propagación de esta última. Estamos aceptándola cuando la leemos, la escuchamos o la vemos. La banalidad no desparece mientras tenga seguidores que la apoyan y fomentan. Cuando la gente se dé cuenta de la importancia del tiempo que gastamos en lo banal, todo cambiará de la noche a la mañana. El tiempo no es oro, es vida.
En resumen, la banalización es una realidad alarmante que oculta y obstaculiza la creatividad y la auténtica cultura; y, para colmo de males, hace perder los puntos de referencia y resulta difícil hacer la diferencia entre lo genuino y lo adulterado. La banalización puede llevarnos a una sociedad indiferente. La indiferencia sería la antesala de la deshumanización, del egoísmo en su máximo esplendor.