Hubo un Chile que se llenó de maquinaciones, argucias y entramados venenosos, se llenó de hambres, angustias y dolores intencionados, precursores de otros más grandes. Aquel año debió partir con la leyenda abandonad toda esperanza… aunque solo los traidores lo sabían. Habría de llegar un martes de septiembre y por las bocinas de la radio Corporación o Portales sonarían los metales fríos de una voz que decía: Habla el presidente de la República desde el Palacio de La Moneda.
Entonces lo primero fue gravedad lo que las palabras transmitían, asediando los corazones atentos: Informaciones confirmadas señalan que un sector de la marinería habría aislado Valparaíso y que la ciudad estaría ocupada, lo que significa un levantamiento contra el gobierno.
Luego vinieron las amenazas, porque las fuerzas armadas y carabineros de Chile declaran… están unidos por la liberación del yugo marxista. Vinieron las corridas en el centro de cada ciudad, vinieron las balas, las bombas, los ultimátum: Las mujeres de la moneda tienen tres minutos para salir del palacio de gobierno porque serán bombardeadas.
“Ya han transcurrido treinta segundos.”
Diecisiete años le siguieron a esos treinta segundos, le siguieron la diáspora, las mutilaciones y el horror. Regimientos de manchados desfilaron por todas las calles esa mañana.
En algún momento de esos tiempos Ana María Vergara escribiera en un poema:
¿De qué cree usted, señora, que su cacerola está llena ahora? ¿De sangre, de sesos, de costillas, de huesos?
Entonces, de nuevo él: Hago presente mi decisión irrevocable de seguir defendiendo a Chile, su prestigio, en su tradición, en sus normas jurídicas, su constitución. Señalo mi voluntad de resistir con lo que sea, a costa de mi vida, para que quede la lección que coloque ante la ignominia y de la historia a los que tienen la fuerza y no la razón.
Había dicho años antes que no tenía pasta de apóstol o mesías, tampoco de mártir. Había dicho que era un luchador social que cumple con la tarea que la gente, el pueblo, le había encomendado. Con cada una de sus frases lo manifestaba, primero por Corporación, después por Radio Magallanes, a las 07.55 o a las 09.03 o a las…
El campo de concentración de Isla Dawson fue preparado desde 1972 para estos efectos. Allí, en esa tierra de lágrimas y desolación, escribiría Aristóteles España, a sus 17 años:
“Qué será de Chile a esta hora?
Veremos el sol mañana?
Se escuchan voces de mando y entramos en un callejón esquizofrénico (…)
se encienden focos amarillos a nuestro paso.
Las ventanas de la vida se abren y se cierran.”
Difícil es llegar a ese momento en que el reloj había pasado las nueve de la mañana. En plena tormenta, desde la Moneda llaman a Guillermo Ravest, director de radio Magallanes, para que el presidente salga al aire… por última vez, como lo advierten sus primeras palabras. Ravest registró en cintas magnéticas el testamento político del presidente Salvador Allende:
Mis palabras no tienen amargura, sino decepción y serán ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron… sólo me cabe decirle a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar!
El discurso iniciaba cerca de tres horas antes de que los Hawks Hunters volaran a ras de los techos de la capital para lanzar sus bombas sobre la casa de gobierno. La traición, que inició tiempo antes con los ardides imperialistas y de cientos de civiles de la propia patria, se consumaba bajo el yugo del fusil y la sangre. Ellos, bajo el brazo de las fuerzas armadas, que pregonaban ser formados en una escuela de civismo y de respeto por la persona humana, hacían arder el lugar que juraron defender.
Lo que siguió es el infierno: es la caravana, los helicópteros, es Stark, la Dina, la CNI, es Chacabuco, Quiriquina, es Londres 38 en Santiago, es Providencia en Antofagasta, es Tejas verdes en Valparaíso. Lo que siguió fue el oscurantismo y las desapariciones. Tres mil muertos, cuarenta mil víctimas.
Un Augusto y otros más se enfrentaron a un solo hombre y el pueblo. Los cuatro jinetes contra Salvador y su gente. Mientras los bandos militares suenan en los altoparlantes seguido de profusas marchas, unos pocos se sienten vencedores.
Sin embargo, siempre hay una brasa que resiste, una frase que jamás será borrada, la cual es un legado invaluable, su legado:
“Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.
¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!”