Columna: El golpe de estado

Por María Angélica Ojeda Sep11,2020

Quiero contar mi experiencia de lo acaecido cuando tenía 18 años. Tuve la oportunidad casual de estar en Santiago en ese fatídico día en que comienza una larga agonía de 17 años para miles de personas, pues una gran mayoría, el 70% de los muertos, torturados, desaparecidos, apresados en cárceles, relegados a otros lugares, refugiados políticos, exiliados, tenían menos de 35 años. Chilenos y chilenas con familias, con ganas de construir un país más democrático, con más justicia social y quienes por pensar distinto fueron vulnerados en sus derechos.

Han pasado 47 años de los acontecimientos que comenzaron a desarrollarse en la madrugada del 11 de septiembre de 1973 en Valparaíso. A primera hora de ese día eran detenidos cientos de dirigentes sindicales, sociales y estudiantiles y llevados a los barcos, recordando que en esos días en el puerto se había realizado la operación Unitas con la armada de Estados Unidos y la armada chilena.

Cuando Allende se entera se dirige a La Moneda, que esté resguarda con tanquetas de carabineros que luego se retiran. Santiago es un gran movimiento de vehículos militares, camiones llenos de uniformados ubicándose alrededor de la casa de gobierno. En un principio muchos de nosotros no nos convencíamos y pensábamos que era algo muy similar al tanquetazo que había ocurrido el 29 de junio de 1973. En esos momentos se sentía la diferencia por el gran contingente movilizado. A las 10 de la mañana no hay locomoción y la gente trata de devolverse a sus casas. La Alameda está invadida por militares que no permiten avanzar a las personas hacia La Moneda. Es casual mi estadía en Santiago. Desde las esquinas la gente se agrupa en los kioskos para escuchar el mensaje de Allende. La gente se siente derrotada y con la sensación de que es un mal sueño y que pronto despertaríamos. A medida que pasan las horas nos damos cuenta de la envergadura del golpe militar.

Cuando vemos los aviones sobrevolar el centro de la ciudad no nos convencíamos que bombardearían La Moneda. Estuve muy cerca de los hechos en la calle Eleuterio Ramirez. Ahí sentí la desolación y la tristeza de saber que con esas bombas empezaba la historia más triste de nuestra vidas. Las radios argentinas que escuchábamos dieron la noticia de que Salvador Allende se había suicidado. Nunca lo creí, aunque en años posteriores se hizo la autopsia. Los medios de prensa al otro día mostraban al país y al mundo, en primera plana, el Palacio de La Moneda destruido y humeante. Con tres siglos de existencia, la casa de gobierno había sido atacada por bombas de la fuerza aérea.

Por otra parte, la televisión mostraba la despensa de la casa de Allende. Nos hablaban del plan Zeta. Los bandos llamaban a los dirigentes políticos y supervisores de las empresas intervenidas a entregarse. Muchos de ellos, sabiendo correctos en su proceder, se entregaron para nunca más volver. Recuerdo los toques de queda. Ese día 11 fue temprano. No podíamos saber que estaba pasando. Escuchábamos radio de onda corta. Se sabía más en el extranjero que en Chile. Ningún medio mostraba la crueldad y el ensañamiento que tuvieron las fuerzas armadas con la gente que apoyó a la Unidad Popular.

En uno de los primeros bandos de la junta de gobierno plantearon que el golpe era para restablecer el orden y terminar con el cáncer marxista. Creo que muchos de los detenidos nunca leyeron a Marx, pero sí creían en que la organización era el elemento transformador de la sociedad.

Con el sueño que la organización de los trabajadores, los cordones industriales, los sindicatos, los estudiantes, íbamos a hacer retroceder a las fuerzas armadas golpistas. Cuando nos percatamos que los estadios, las cárceles y comisarias estaban repletas, se nos cayeron nuestros sueños. Se comparaba con los golpes que había en América: Brasil, Bolivia, Argentina. Los analistas decían que a lo menos teníamos para unos 15 años de dictadura. Nos resistíamos a creer.

Se puso en práctica una política de estado represiva, cuyo objetivo era sofocar toda amenaza al orden establecido, con la violación sistemática de los Derechos Humanos. El control en los primeros meses fue permanente. Se subían a los buses inter urbanos y con listados revisaban los carné. Yo estudiaba en la Universidad, a la que nunca volví. En el puerto me impresionó ver las calles principales de Valparaíso, donde se instalaron barricadas con sacos con arena. Parecían ciudades en guerra, dónde los únicos que tenían las armas eran ellos.

Podríamos decir que hoy no hay mucha diferencia con lo que vivimos en ese período oscuro de nuestra juventud, con lo que viven hoy los 2.500 jóvenes presos de la revuelta. O la crueldad de trato y vulneración de los derechos de nuestro pueblo nación mapuche que protesta exigiendo justicia, fin a la desigualdad social y a la discriminación. O el caso de un profesor que por romper un torniquete es detenido por varios meses. Son los luchadores sociales, muchos y muchas jóvenes que tienen conciencia de que este país debe cambiar, que sueñan como lo hicimos la juventud del 73, que con su compromiso permitirán que escribamos una nueva Constitución.

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