Me he preguntado en estos días, como todas y todos en nuestro país, por ese texto o libro llamado Constitución Política. Me he preguntado, también, si lo he leído alguna vez: “¿Solo por partes? O bien ¿de manera completa?”. La respuesta es un poco jodida: “Lo he leído, pero solo algunas veces, a modo de extractos y buscando unos artículos para una temática extra libro; de manera completa, jamás”. También, porque nunca he aceptado ese libro. El resquemor, y malestar, viene desde el mismo año de 1980. Por lo tanto, este será un ejercicio extensivo a partir de mi propia experiencia. Puedo equivocarme y a la vez, podría acertar con mis juicios de discusión. Aunque, también, puede haber una tercera alternativa que la pueden indicar los propios lectores en razón de estas ideas.
Esa realidad de libro vinculada a un innombrable, a estas alturas, para nosotros, debe tener una triple mirada de comentarios para, por lo menos, dibujarnos un panorama general. En un aspecto, por ejemplo, se asume su pesadez como cúmulo de normativas y articulados abstrusos y complejos en que nadie, en su sano juicio, intervino. Aunque, claro, un abogado dirá que es un texto jurídico y que este es así por naturaleza lógica. Pero, el detalle es que esos articulados son bastante aburridos, tediosos de leer y poco o nada de comprensibles en su lenguaje. Aparte de que fue en contra de la voluntad de la mayoría del país.
En un segundo aspecto, la constitución actual es una representación de nuestras prácticas sociales y políticas. Es lo que nos dicen. O nos suelen decir. Para bien o para mal, de seguro, expresa cómo somos, más allá de su condición, que sabemos, es ilegítima para el contexto que vivimos. Pero un detalle aledaño, no menor, es que a la ciudadanía ya no le parece un texto como dimensión adecuada de esa representación social. Aunque la haya tolerado o aguantado por muchos años. Por eso, hoy, la objeta y la rechaza.
Un tercer aspecto, tiene que ver con “la verdadera respiración de la sociedad” que pudiera contenerse en el mencionado libro. ¿Cuál sería, entonces, aquella respiración? ¿Cómo tener la gracia o la fortuna de poder explicar ese texto, pero a través de la realidad de la misma ciudadanía, de la misma gente? ¿Un jurista podrá hacerlo? ¿O solo nos queda la imaginación como forma de explicar ese libro que parece no tener sentimientos ni emociones?
Lo que preocupa, después de lo anterior, es la intensidad o la pulsión que debiera aparecer allí en el texto; lo que también tendría que ser el “corazón” de la discusión. Todo parte porque ese texto normativo nunca fue decisión de las personas o de la población chilena en su conjunto. Lo que conllevó a su ilegitimidad y su afectación a nosotros, los ciudadanos. Por eso, también, se habla de que es espurea. Alguien la ordenó. Alguien la escribió. Y alguien la impuso. Triste resultado, por lo demás, ya que garantizaba la defensa de intereses de un sector conocido por todos nosotros.
Algunos reconocidos juristas y estudiosos del tema, como Fernando Atria y Jaime Bassa, tienen la claridad conceptual y argumental para indicarnos que la misma Constitución política actual ha condicionado nuestra propia comunidad política. Yo, agregaría, también lo de la comunidad social, porque la temática de discusión no es solo la suma de reglas o enunciados o los comportamientos políticos de unos u otros. Sino que la sociedad ha visto mermado sus actos soberanos, porque en su centro se encuentra el considerar lo social y político como elementos foráneos al discurso constitucional.
Por lo tanto, este malestar social, este estallido ciudadano o esta rebelión configurada, desde hace cuatro meses tiene como elemento subyacente ese texto llamado Constitución política donde se trata de visualizar, ahora, un nuevo discurso o un nuevo argumento, a través de un texto diferente, que contribuya a amistar, a resignificar o a cambiar, de manera completa, lo que está viciado. La intensidad en esta lógica del caminar, gritar y expresarse en las calles tiene, también, una pretensión de exigir social y responsablemente el derecho desafiante a configurar un libro distinto, en rigor, una Constitución de la ciudadanía y del pueblo.
Desde este plano, podemos deducir que el aliento o el vapor de este texto no nos muestra ningún aroma. No lo trae consigo porque solo tiene cabida un protagonista: la trampa. ¡Cómo no nos dimos cuenta antes! Muchos dirán: “Pero si yo lo sabía…” Sin embargo, lo que faltó fue dar un paso. Un paso grande y radical. Evidenciar la trampa. Y soltar el artefacto para que ese diseño espureo deje de hacernos tantas dominaciones. Sin olvidar, por cierto, a quienes conforman el Congreso Nacional.
Un texto tan importante para una comunidad, o para lo que he denominado “casa-país”, necesita de personas que miren el mundo de manera completa, amplia, sin sesgos y sin miedos. Redactores que interpreten el abundante y complejo mundo jurídico sin olvidar que los receptores serán personas de una casa-país que es, también, amplia, diversa y multicultural. Redactores de alta calidad, de prosa impalpable, finos, elegantes, sin ruido, agudos, pero también desconcertantes. Necesitamos, entonces, y de manera urgente, propuestas y recomendaciones de personas que miren como Einstein, en su momento, el paño completo del universo que, para nuestro caso, es el mismo país y el territorio ciudadano.
¿Cuál sería, entonces, la “poesía”, de la Constitución política, si pudiéramos usar este término, para el contexto de esta serie de ideas? Algo que canalice y satisfaga un verdadero mecanismo de integración de nuestra población chilena. Un texto, que, al estar bien escrito, considerara el reconocer al otro o a la otra de manera amplia, ya sea por su esencia como persona, origen territorial, orientación sexual y otras variables. ¿Cuál sería la mejor palabra, entonces? ¿Integridad? Lo que, en síntesis, debe apuntar a “que el país sea mejor y que todos sean incluidos”, como indicaba un cartel en una manifestación callejera.
Sin ser majadero, la clave está en demostrar voluntad para realizar esta actividad transformadora en los tiempos que corren. Es decir, asumir una nueva forma para revisar nuestras relaciones humanas, educativas, sociales y políticas como pueblo soberano. Reconociendo, por cierto, este último concepto, como sucede en otras latitudes. Y, abordar con “deber de poeta”, o de responsabilidad social, en las mesas ciudadanas, asambleas constituyentes, que se formen, y en el mismo Congreso, con gente nueva de manera total y completa, para ir ejerciendo una práctica distinta que conlleve unir la realidad y el deseo de la población, más allá de todo imponderable y modelo jurídico que nada ve, siente o percibe.