Por Agrupación por la Memoria Histórica Providencia
Antofagasta
Antes de comenzar, una metáfora: nuestro país es un cementerio, una fosa gigantesca que atraviesa la historia de todo nuestro territorio. La fosa la cavaron para esconder los cuerpos, para enterrar con ellos una parte de nuestra historia y el lenguaje necesario para contarla.
Lo anterior implica, por lo menos, una contra metáfora: recordar es una forma de abrir la fosa, de descender en ella e iluminar la oscuridad que le permite sobrevivir.
Lo que sigue a continuación es una historia de violencia política, un crimen de lesa humanidad ocurrido en la ciudad de Calama, el 16 de octubre de 1973. Su protagonista es una persona común y corriente. Juan Matulic Infante. Su nombre exige, una vez más, otra metáfora. En nuestro país las metáforas están por todos lados. Y más aún, si se juntan ciertos elementos que permiten construir una imagen: un nombre típico, un apellido croata, el devenir de la violencia en una región que siempre ha sido migrante.
El nombre de Juan quizá nos recuerde a alguien que conocemos, a un compañero de curso o algún amigo de infancia. Quizá por lo mismo resulte fácil imaginarse esta historia.
Fácil, pero, al mismo tiempo, imposible.
La parte sencilla tiene que ver con las escenas cotidianas. Con la voz de su padre, por ejemplo, llamándolo a tomar desayuno antes de irse al trabajo. La escena resulta tan familiar que podría parecer nuestra: el pan, la mantequilla, el café hirviendo.
La parte imposible, por otro lado, tiene que ver con lo ilegible de la violencia, esa indecibilidad que nos separa de la experiencia de las víctimas y que, al mismo tiempo, nos enlaza a ella a través una órbita de la que resulta imposible escapar.
Juan Matulic tenía 18 años cuando fue ejecutado por Carabineros. Su caso corresponde a uno de los 33 ejecutados políticos de la ciudad de Calama, asesinados solo durante el mes de octubre de 1973.
Hasta ese momento, su vida podría parecerse a la de muchas historias que conocemos en la actualidad: una persona joven, trabajadora, sin militancia política ni participación sindical. Es en este punto donde la identidad de Juan se oscurece. El archivo del Museo de la memoria se refiere a él como un militante del Partido Socialista, aunque dos testimonios vertidos en su causa judicial señalan que no tenía militancia alguna.
En cualquier caso, lo que sabemos sobre él no es mucho. Primero, que está lejos de ser un mártir emblemático de la izquierda. Y segundo, que, por esos años, trabajaba como cobrador de boletos en un bus que salía desde Calama hasta la fábrica de explosivos ENAEX y el Retén de Carabineros Dupont, ambos ex centros de detención y tortura utilizados durante la dictadura militar.
El siguiente detalle raya en lo sórdido. Su lectura requiere una pausa para aguantar la respiración en medio del aire turbio que lo rodea.
El bus en el que trabajaba Matulic era el medio de transporte que los Carabineros usaban para ir y venir de su casa al trabajo. Tal vez es un abuso de la ficción, pero es muy probable que Juan los conociera, que se llevara bien con algunos de ellos e, incluso, compartieran risas o comentarios sobre el paisaje repetitivo que ofrece la carretera.
La imagen parece imposible.
La imagen nos desencaja por dos motivos.
Primero, porque cabe suponer que las mismas manos que, alguna vez, le pagaron el dinero del viaje, apretaron el gatillo para matarlo.
Segundo, porque la violencia implica un trabajo, una administración laboral del biopoder destinado a regular y disciplinar los cuerpos, capaz de debilitar la responsabilidad criminal de los perpetradores bajo la figura del cumplimiento del deber, la autoridad y la repetición del trabajo burocrático.
Sobre esto, la filósofa alemana Hannah Arendt escribió suficiente. Banalidad del mal, fue el concepto que acuñó en su conocido ensayo sobre sobre el enjuiciamiento de Adolf Eichmann, el oficial nazi responsable del genocidio recordado con el nombre de La solución final.
La imagen parece imposible, eso ya lo dijimos. Pero lo cierto es que la violencia crea una arquitectura que redefine constantemente los límites de lo pensable y de lo impensable.
La historia de Juan ocurrió de esta forma, multiplicada. Similar a una pesadilla que vuelve cuando pensábamos que ya habíamos despertado.
En octubre de 1973 Matulic fue detenido dos veces. Primero, a comienzos del mes en la Primera Comisaría de Calama y, posteriormente, el 14 de octubre en el Retén Dupont, en donde fue ejecutado. En ambas ocasiones su detención fue efectuada por miembros del Servicio de Inteligencia de Carabineros (SICAR), sin que para esto mediara la orden de tribunal alguno.
En ambas ocasiones fue torturado. La fórmula es conocida: ha sucedido antes y seguirá sucediendo durante diecisiete años. La venda, los golpes, las preguntas, las amenazas. Los golpes de nuevo. Tanto su detención como ejecución tuvieron un carácter ilegal.
Lo que sabemos sobre su segunda detención es lo siguiente: Matulic fue acusado de intentar secuestrar a miembros de la familia del cabo Rómulo Galleguillos Pangue, funcionario de la dotación del Retén Dupont, aunque según la declaración de testigos, el cabo tenía algo contra él y lo inventó todo.
La detención se extendió por un periodo de dos días, durante los cuales Matulic fue torturado y ejecutado, según consta en los documentos judiciales de su causa.
Al día siguiente de su ejecución, el diario local publicaría la noticia: Juan Matulic Infante había sido detenido por orden de la fiscalía militar y fusilado en el Retén Dupont por intento de fuga.
Después de su muerte, el cadáver fue trasladado por Carabineros sin identificar hasta el hospital de Calama, en donde se le practicó una autopsia de carácter irregular.
El 17 de octubre, su padre reconocería el cuerpo en el hospital, el cual sería trasladado directamente al cementerio de Calama, sin que la familia tuviese la posibilidad de velarlo. Ese mismo día, la Fiscalía de Carabineros ordenaría la inscripción de su defunción en la oficina del Registro Civil de Calama. La causa de muerte: anemia aguda en la vía pública, provocada por múltiples heridas de bala.
Un dato importante: el certificado de defunción no registró ningún número de proceso o de orden pendiente de la Fiscalía de Carabineros o de tribunal alguno.
Durante 31 años el cuerpo de Matulic permaneció en silencio, hasta que en el año 2004 sus restos fueron exhumados en el marco de una investigación, en donde se les practicó una autopsia médico legal.
El resultado fue decidor. Juan Matulic recibió nueve impactos de bala en su cuerpo. El estudio determinó que las lesiones iban de atrás hacia adelante y de arriba hacia abajo, lo que permitió concluir que la víctima se encontraba arrodillada o de cuclillas al momento de los impactos. Además, se advirtió la presencia de fracturas dentales, de costillas y vértebras provocadas por un objeto contundente antes de los disparos.
Matulic no intentó escapar. Fue ajusticiado. Eso fue lo que dijo su cuerpo después de 31 años.
El infierno que vivió Juan duró dos días, eso es lo que sabemos.
Lo que no sabremos nunca, sin embargo, es la extensión del tiempo subjetivo que experimentó durante los días que estuvo detenido. Dos días en los que sus ojos, ennegrecidos por la oscuridad de la venda, no pudieron hacer otra cosa que mirar hacia dentro.
En este punto es necesaria otra metáfora: la oscuridad de la venda es capaz de deformar el tiempo, de multiplicar las líneas cronológicas en una figura que bien podríamos calificar de monstruosa. Otra forma decirlo sería esta. Lo que para nosotros/as constituye el transcurso de dos días, para Matulic pudo ser perfectamente una eternidad.
Primera nota al margen
Una operación análoga al efecto de la venda es la que resulta del silencio de los crímenes y la impunidad de los perpetradores. Esta operación permite leer la paradoja de nuestra historia reciente. La violencia política de la dictadura deformó la temporalidad de la nación, fijando heridas que no han cesado de repetirse y postergando, a su vez, el tiempo de la justicia necesaria para restaurar la temporalidad rota.
Fin de la nota al margen
Los hechos acontecidos al ejecutado político Juan Matulic Infante fueron establecidos judicialmente en el año 2007, a través del fallo de la ministro en visita Rosa María Pinto y, ratificados luego, por la Corte de apelaciones de Antofagasta, pasados ya treinta y cinco años del crimen. El fallo estableció la responsabilidad penal de cuatro, entonces, funcionarios de carabineros: el teniente Manuel Wladimiro Cuadra, el sargento Concha Concha, el cabo Rómulo Galleguillos Pangue y el mayor Osvaldo Arriagada Pazmiño, designado, este último, como fiscal de la Fiscalía de Carabineros en la época.
En el caso del Sargento Concha, la justicia llegó demasiado tarde, puesto que se encontraba fallecido desde el año 2003.
A partir de las declaraciones judiciales de Carabineros de la época, además de otros testimonios, sabemos que la composición del SICAR de Calama estaba conformada por las siguientes personas: los tenientes Manuel Wladimiro Cuadra Y Pablo Alfero Brenner, los sargentos Olivares y Painivilo Orrego, los cabos Concha Concha y Gallego Fuentes, además del carabinero Silva Berrios, quienes estaban a cargo de las detenciones, interrogatorios y torturas de los detenidos políticos.
De existir un museo de la infamia, de seguro estos nombres aparecerían allí.
De este listado, fueron procesados por asesinato de Matulic, tres carabineros:
El teniente Manuel Wladimiro Cuadra, quien se encontraba a cargo de la comisión de SICAR en Calama y quien participó del pelotón que le disparó a Matulic. Su muerte, ocurrida el año 2006 antes de que se dictara la sentencia, impidió que pasara un solo día en la cárcel.
El Cabo Rómulo Galleguillos Pangue, quien fue condenado por el homicidio calificado de Matulic, a una pena de seis años de presidio mayor en su grado mínimo. En su declaración señaló que pertenecía a la dotación del Retén Dupont, pero que se encontraba de guardia cuando le dijeron que Matulic había intentado secuestrar a su familia y que las detenciones e interrogatorios eran efectuados por personal del SICAR, por lo que no sabría nada sobre la ejecución de esta persona.
Durante el tiempo que estuvo detenido, sin embargo, hubo personas que vieron al cabo Galleguillos y a Matulic antes de que fuera ajusticiado.
José Espóz Zelaya, detenido también en el Retén Dupont de Calama declaró que vio a Matulic amarrado a un poste el día de su detención y que, al momento de descender el pelotón de fusilamiento de un camión, el cabo Galleguillos habría solicitado incorporarse a él como voluntario.
La hermana del detenido, María Espóz, por su parte, declaró que el 16 de octubre, al ir a visitar a su hermano, vio a un joven con el rostro convertido en una masa, de la que no se distinguían los ojos, ni la nariz, ni la boca. Al conversar con su hermano tiempo después, este le dijo que el nombre del joven que había visto era Juan Matulic y que el cabo Galleguillos le había dado patadas en la cara el mismo día que lo mataron.
Respecto del último de los carabineros procesados, el mayor Osvaldo Arriaga Pazmiño, fue condenado como encubridor del delito de homicidio calificado y condenado a la pena de tres años de presidio menor en su grado medio, bajo el beneficio de remisión condicional de la pena, el que la defensa invocó por tratarse de una persona de avanzada edad y deficientes condiciones de salud.
La canción parece conocida: muchas veces hemos escuchado hablar del deteriorado estado de salud de los abuelitos de Punta Peuco.
Durante la causa, la defensa de Arriagada alegó que lo único que hizo el acusado, en su calidad de fiscal de Carabineros, fue firmar la defunción de Matulic, por lo que su conducta se encuadró en un acto lícito, cuyo fin fue solamente dar cumplimiento a la obligación legal de inscribir la defunción en el Registro civil.
Banalidad del mal, diría, nuevamente, Hannah Arendt.
Segunda nota al margen
Tanto la defensa del cabo Galleguillos como del mayor Arriagada solicitaron la absolución de los acusados, amparándose en el Decreto de Ley de Amnistía promulgado por la Junta Militar en 1978 y en los artículos 94 y 95 del Código penal, referidos a la prescriptibilidad de los delitos.
La respuesta fue, sin embrago, categórica: los crímenes de lesa humanidad no prescriben. En el año 1998, la Corte Suprema resolvió que la Ley de amnistía no debía aplicarse a casos de violaciones de derechos humanos.
Pero el hecho de que estos crímenes no prescriban no significa que la sociedad no los olvide.
Tercera nota al margen
El nombre Juan estuvo dentro de los más populares en Chile durante 30 años, según el ranking histórico del Registro Civil, o, por lo menos, lo fue hasta el año 2003 cuando salió del listado de los diez nombres más utilizados en el país. Es un nombre tan común que resulta fácil de olvidar, así como sucede con los crímenes de lesa humanidad, minimizados o invisibilizados por el negacionismo y la lógica de la reconciliación nacional promovida por los gobiernos de la transición.
Lo anterior es una metáfora, tal vez demasiado cruda, pero que nos invita a preguntarnos por los marcos de posibilidad de la memoria y el olvido.
Cuarta nota al margen: una pregunta
¿Por qué recordar estas historias pasados ya 46 años de golpe de Estado y 29 años desde el término de la dictadura?
Es probable que esta pregunta tenga varias respuestas, pero por ahora nos quedaremos con esta. Recordar es un acto político, una alteración de aquello que el filósofo Jacques Ranciére ha denominado reparto de lo sensible, es decir, un régimen simbólico que regula los márgenes entre lo que es visible y lo que no, entre el recuerdo y el olvido, entre lo que es percibido como lenguaje y mero ruido.
La potencia política del recuerdo implicará siempre una arremetida contra las relaciones de poder que administran la percepción de lo sensible. Por ello, el recuerdo de los nombres y las historias de las víctimas de la violencia política de la dictadura seguirá siendo un discurso subalterno, una nota al margen, que permite tensionar el discurso de la reconciliación nacional y el régimen de invisibilidad capaz de oscurecer historias como la de Juan Matulic.
Quinta nota al margen.
Recordamos por muchos motivos, pero, sobre todo, porque todavía creemos en el potencial revolucionario de la memoria.