Mujeres que inspiran, avanzan y lideran un nuevo norte

Columna | Frei Bonn: Apuntes sueltos sobre la destrucción de una comunidad

Por Gonzalo Órdenes Navarro

Las presentes notas no pretenden ser una descripción minuciosa ni cronológica de la destrucción del campamento Frei Bonn de Calama, tampoco una crónica periodística que entregue datos específicos de lo sucedido; más bien corresponde a una serie de notas anotadas sobre la marcha de lo observado. Probablemente mucho de lo escrito pueda parecer desordenado, así como también plagado de lugares comunes que pretendan llevar a la sensiblería. Pero es inevitable caer en los lugares comunes cuando se describe una tragedia, porque sólo así podemos experimentar su cercanía. Porque además las tragedias siempre son todas iguales.

Toda persona que ha pasado o vivido en el norte sabe que esta es una zona plagada de ruinas: pueblos fantasmas, les dicen y siempre invita al recogimiento su silencio y el recordatorio de que esos fantasmas alguna vez no lo fueron. Pero mucho más chocante es estar ante unas ruinas cuyos moradores aún no son fantasmas, que están vivos y siguen entre nosotros. Los vecinos y las vecinas del campamento Frei Bonn de Calama son personas vivas que pertenecen a un pueblo fantasma.

Quien escribe visitó previamente un par de veces el campamento Frei Bonn de Calama, en conjunto con un grupo de profesionales y militantes, quienes buscamos brindar el proceso organizativo desarrollado entre los vecinos y vecinas de éste y otros asentamientos de la ciudad de Calama. En nuestras visitas anteriores el lugar se evidenciaba como un espacio sitiado: vehículos policiales que pasaban con frecuencia por sus calles, hombres y mujeres que nos miraban con desconfianza, a partir de nuestra condición de forasteros, Carabineros que nos llamaban a tener cuidado en el lugar. A partir de las reuniones efectuadas quedábamos con la sensación de que existía entre sus participantes la sensación de que eran un espacio marcado, ya condenado, y la pregunta no era si ocurriría el desalojo, sino que cuando. Eso hacía que inevitablemente una fuerte atmósfera de tensión y desaliento se extendiera entre las personas.

John Hersey, en su maravilloso y brutal libro “Hiroshima”, elocuente registro sobre la destrucción atómica de dicha ciudad, señala que sus habitantes estaban plenamente conscientes de que una calamidad se cernía sobre ellos. En ese sentido, durante los días anteriores a la bomba obraban con la tranquilidad de los que se sabían condenados. Sin embargo, en dicha tranquilidad yacía la remota posibilidad de que, luego de cada día en que no pasaba nada, el anunciado final no llegase. Se podría decir que entre los hombres, las mujeres, los niños y las niñas que habitaban el campamento Frei Bonn existía una esperanza similar.

Sin embargo y al igual que en el primer caso, la aniquilación de sus comunidades llegó con el comienzo de la mañana. En el caso de Hiroshima, a las 08:15 de la mañana, en el caso del campamento Frei Bonn, desde las 06:00 de la mañana, del día 30 de julio de 2019.

Una semana después del desalojo, volvimos a Calama, en compañía del grupo ya mencionado y junto con una delegación del Movimiento de Pobladores Vivienda Digna, quienes también estuvieron acompañando el proceso desarrollado en este campamento y su desenlace. El espectáculo de unas ruinas es mucho más chocante cuando se conoció lo que hubo entre ellas. Ahora sólo quedan túmulos acumulados de palos, fierros y restos de construcción: a mis pies yace un juguete roto, una maquinita retroexcavadora; metros más allá, otra retroexcavadora, pero real, va barriendo y acumulando los escombros.

Cuadernos, útiles escolares y corrales de guagua se van entremezclando entre trozos de ropa, calaminas y restos de electrodomésticos. El sol pega con fuerza, el viento corre caliente y veloz.

Abundan los perros abandonados entre los restos, perros sin dueño que siguen aferrados a lo que fueron sus casas, quizás esperando que algo o alguien vuelva. También los perros tienen memoria. Una de nuestras acompañantes, habitante de un campamento en Antofagasta, se quiebra en llanto: los animales, más que nada, le recuerdan su propia vida y también su propia vulnerabilidad. Mañana podría tocarles a ellos. Los perros se acomodan pesadamente entre los restos de sombra que van dejando las tablas y calaminas amontonadas. Más tarde sabríamos de mascotas muertas que aún permanecen entre esos escombros, despedazadas al momento en que las máquinas aplastaron lo que eran sus casas hasta esa mañana.

Notamos que unos carabineros de punto fijo se nos acercan, ordenando que nos retiremos. Dicen que es por nuestra seguridad, “por el riesgo de los escombros y posibles derrumbes”. No puedo dejar de pensar en los perros aplastados bajo esos mismos escombros. “Por nuestra seguridad”. Un consejo de cuidado dicho con un tono de amenaza, similar al recibido por los padres y las madres que esos mismos policías amenazaron durante la mañana del desalojo, diciéndoles que les arrebatarían a sus hijos si persistían en permanecer en la toma. “Por nuestra seguridad”, dicen.

Uno de los rumores más escalofriantes que circulan es el de la grabación de una mujer que dice haber quedado atrapada en su casa momento antes de que fuera derrumbada. No lo pude comprobar, pero lo que sí se puede comprobar es el montón de artefactos, juguetes, jirones de ropas, restos de piso sin una casa que sostener, todo desperdigado entre los escombros, que hablan de la vida que alguna vez hubo acá.

Encuentro una canica grande entre la tierra, «bolones» le llamábamos cuando niños. Parece un planeta arrojado en medio de un universo en desorden.

Un libro abierto semienterrado. Papelucho Historiador. Su antiguo propietario, Kevin, 5º año básico “A”. Lo abro al azar: “—Chile es muy rico —dijo— porque tiene a un lado el Océano Pacífico y al otro la Cordillera de los Andes. Yo me quedé pensando cuáles serían las riquezas y por fin entendí. Resulta que un país con mar es como una casa con una inmensa puerta que da a todo el mundo. Y un país con cordillera es como una casa con una muralla de fortaleza por la que no se puede meter ningún intruso”.

Ironía suprema que los mismos que han hecho suyo el discurso del orden y la tranquilidad no hayan vacilado en crear toda esta destrucción. Ahora están hermanados con todos esos conquistadores aniquiladores de pueblos y civilizaciones que superabundan en los libros de esa historia contra la que siempre han librado una guerra a muerte. U

na tormenta de polvo invade el inmenso espacio vacío, recordándonos que acá ya no hay nadie. Pero aún sigue todo.

La recia angustia de quienes perdieron todo.

Jules Michelet, historiador francés, refería que le tocó vivir dos revoluciones, la que escribía en sus libros y la que ocurría en las calles. En resumen, habla de cómo nuestra experiencia nos hace estar en muchas realidades paralelas a la vez. Luego de nuestra visita volvemos al lugar actualmente ocupado por algunas familias damnificadas por el desalojo. La idea es realizar algunas entrevistas, para tomar testimonio del daño causado y sus consecuencias, además de acompañar a los pobladores. Es así que esta tarde, retomando la reflexión de Michelet, nos hemos visto oscilando entre muchas realidades paralelas, la que por un lado registramos con los testimonios de las personas desalojadas, y en la que se va desarrollando de reojo, al lado nuestro, en la asamblea. No participo en la asamblea, estoy haciendo entrevistas en una pieza contigua, pero no puedo evitar estar atento también al desarrollo de la misma.

Furioso contraste, por un lado, escuchar cara a cara el relato calmo y agotado, que vamos recabando en la entrevista, mientras se oyen las voces llenas de rabia de los participantes de la asamblea. Se nota un cambio hasta en la temperatura de los espacios: lo que era un frescor helado en la pieza de las entrevistas se hace un calor sofocante en el salón donde pobladores y pobladoras hablan sobre los pasos a seguir. No es el calor de la tarde calameña, ni el calor de los cuerpos amontonados en un cuerpo estrecho, es algo más. Es el calor de la rabia y la afrenta.

Muchas memorias pueden yacer en un mismo espacio, la desesperación y la resignación amontonados codo a codo; por un lado, el discurso cansino de una vecina que prefiere olvidar los abusos y no volver jamás, pese a todo, a una toma de terrenos. Suficiente de esto, me dice, cualquier cosa antes que volver a pasar por lo mismo. Por otro lado, el llanto rabioso de un joven que no se resigna a perder el pedazo de memoria que yace entre los escombros de lo que fue la Frei Bonn: su hermano murió en el campamento. Esos escombros no sólo son para él una vivienda ausente, son un sitio sagrado.

Todo se mezcla en desorden, la calma de los testimonios, la arenga rabiosa de la asamblea, los llantos, las risas amargas, la necesidad desesperada de levantarse el ánimo, de retomar el sentido ahora que no hay un lugar físico al cual aferrarse. Y eso es lo peor de todo, la disgregación, el desconocimiento del destino de muchos quienes solo hace unas semanas eran sus vecinos y vecinas, pares, compañeros, amigos. Ahora están dispersos por toda Calama, ocultos, asustados, aún en shock, allegados en casa de familiares, que no dudan en compartir sus viviendas ya hacinadas, en algún espacio dejado piadosamente por algún empleador, tratando de armarse una casa, en una pieza escondida, en una micro abandonada, en algún espacio con sombra, en “algo” que siquiera por un instante, les proporcione refugio, un breve chispazo de normalidad ante lo ya arrebatado. Todo en medio del frío extremo de los inviernos en el desierto.

Entrevistas. Una vecina de origen afrocolombiana, 50 años aproximadamente. Durante la entrevista me habla de una carabinera que continuamente les decía sobre el por qué no se volvían a su país. Que eran unos delincuentes. Se los decía una y otra vez. También la vecina me menciona la belleza de esa carabinera, su tez blanca, sus ojos claros, sus labios intensamente rojos. Como un ángel. Un ángel de casco y uniforme. También me lo repite muchas veces. Como si aún persistiera su incredulidad ante ese contraste.

Muchos vecinos chilenos aplaudían mientras se daba el desalojo. Fachos pobres les llaman. Es un eufemismo bastante amable y ligero que suaviza la descripción de la bancarrota moral de una parte de nuestro pueblo, aturdido por décadas de consumo y prédica deshumanizante. Bancarrota que hace que festinen con la desgracia de sus pares y ensalcen a personas de tan baja catadura como el alcalde de Calama, un fanático religioso con múltiples problemas de gestión y que hace solo unos meses tuvo una actuación vergonzosa durante las inundaciones que padeció la comuna, llegando incluso a tomar vacaciones durante el desastre. Sin embargo, hoy es el héroe de la jornada. Bancarrota moral oculta entre los escombros y los aplausos de gente que celebra su propia mezquindad. Una breve y provinciana nota al pie de página de este auge de la ultraderecha a nivel global, que no es más que una negra primavera de la miseria humana.

Termina la tarde, va terminando nuestra visita. Una de las últimas actividades tiene relación con niños y niñas. Hacemos un poco de baile, juegos y pintar un papelógrafo. Dentro de la general atmósfera de angustia que hemos respirado durante el día, niños y niñas son la excepción, jugando, corriendo y riendo, por el patio enorme de este lugar. El papelógrafo que elaboran dice que los niños también tienen derecho a una vivienda digna. Quizás eso expresa un deseo (o una preocupación) de los adultos, antes que un interés presente entre niños y niñas. Pese a todo, siguen jugando.

Estas breves notas quizás deberían culminar con una apelación a la infancia, a que son el futuro, a que en ellos está la esperanza. Más lugares comunes. Pero no, dejemos por esta vez en paz a niñas y niños. Dejémoslos ser lo que ya son, no tienen responsabilidad de nada.

La responsabilidad está en esos adultos que actúan como crueles niños, que necesitan un villano para exorcizar sus miedos, que apuntan con el dedo y ríen frente a la desgracia de otros, que se explican a sí mismos la realidad en términos simplistas y falsos.

Apelemos a la responsabilidad de esos adultos que sádicamente reducen a pesadillas los sueños de otros. Ellos y solo ellos, además de quienes aplauden la consecución de esta pesadilla, deberán dar explicaciones.