Mientras camino, gélido en mis huesos, en esta tarde nublada de dos de octubre, hacia la Bonilla, una población que ha dado cara y lucha por años, en Antofagasta, a pesar del sesgo y la estigmatización como comunidad, pienso en esta “desilusión de las ideas”, título de esta crónica, y que me tiene, a ratos, sin voluntad, abatido, preguntándome, a la vez, por los jóvenes presos de la revuelta, encerrados en las mazmorras, solo por el hecho de pensar y salir a las calles a manifestarse. En Antofagasta se encuentra la mayor cantidad de jóvenes que en las regiones llevan su lucha hasta más allá de sus propios límites. Estar preso, escribí en mi último libro, La revuelta y otros relatos, es llevar un temblor del demonio, solo para consumirse, allí dentro, o para endurecerse. Es un lugar que nadie quisiera oír, un espacio que no debiera existir. Los que no han estado jamás en un presidio no pueden usar la palabra con la piel abierta, porque allí no hay días alegres. Fue lo que viví, también, hace más de tres décadas atrás, por luchar, en las calles, contra la dictadura.
Durante este viaje, pienso en ese estigma, en esa mancha, cuando solo se busca reivindicar el derecho a no estar de acuerdo en esta lógica de vivir prestado o de no vivir. Lo que se busca es casi como un lema: vivir en dignidad y salir de la pobreza o de la marginalidad porque entre ambas expresiones, cuando se sobrevive, casi no hay diferencia. Las personas que viven en la población, aguantando el día a día, seguro que buscan respeto y atención, justicia para existir en ese coraje inflexible de abordar la vida con aguante. Pienso, también, por lo que significa la palabra “pueblo” si en nombre de ella han ocurrido tantas barbaridades en el último tiempo. La desilusión va por el lado de las trampas que nos siguen diciendo y mostrando y, donde crédulos, muchos y muchas, han dado apoyos a quiénes no se lo merecen. Y, las ideas, ahora vaciadas, creo, van por el ámbito de no esperar mucho, ya que los textos o los discursos, como señalan tantos por los medios de comunicación, solo son vaguedades que tienen cerrojos, abusos y absurdidades.
Acercarse a las calles, entonces, no es un acto épico, como muchos creen. Vivimos en la población como seres que, teniendo a sus vecinos, comparten… saludan a los otros… mientras, mantienen los días de forma indefinida, casi sin ambages; pero, sin soluciones a lo medular, a lo profundo de las oportunidades. Qué bestial y alejada palabra cuando ella ni siquiera roza un letrero de la población. Lo invisible, como nos quieren hacer entender, es la condición duradera de un estado de cosas que en la acción más plural y mantenida por siglos solo ha provocado esta rabia y malestar en medio de las huellas de las manifestaciones. La violencia, entonces, ya no es un retrato de novela o de fotografía. Es un desatar la reacción contra la precariedad y es una forma, además, de no dejarse someter ni por el lenguaje ni por los abusos. Cuando el olvido es pariente del abandono, en ese efecto de sus incoherencias, solo se opondrá la necesidad vital de las “audacias más desesperadas” y las actuaciones más juiciosas buscando un nuevo orden social o como dijo Emerson, buscando la única cosa valiosa del mundo: el alma activa que busca la verdad de su propio ser.
Mientras tanto, más allá de mis pensamientos, en la Bonilla, en una explanada de cemento, se comienzan a elevar algunos toldos; poco a poco, algunas personas se acercan al lugar de la Plaza Bicentenario, algunos comienzan a extender sus paños donde colocarán objetos, libros y cosas diversas, casi las mismas de las ferias que existen alrededor de estas calles. Algunos, más allá, conversan. La gente, pronto, elevará sus contrastes como pobladores solo deseando defender la única causa posible que es rechazar la sumisión y la docilidad porque solo se busca expresar ser colaborativos y vecinos íntegros y una oportunidad como seres humanos, en medio de tanta malicia y fatal ventura.