El poder de la DC se constituye ideológicamente en base a dos relatos míticos en torno a la democracia: el primero de carácter romántico basado en el liderazgo de Eduardo Frei Montalva y el espíritu social reformista ligado al humanismo cristiano de la década de los 60s. Y un segundo relato de carácter pragmático, asociado a la figura de Patricio Aylwin y al rol del conglomerado en la vuelta a la democracia que pavimentó el crecimiento económico -neoliberal- del país. Este último relato es el dominante pues es en el que se retrata su poder institucional, en tanto partido del orden y partido bisagra a título de Gutemberg Martínez, vale decir, siempre en posición de negociación con los gobiernos de turno.
Sin duda el espíritu DC es constitutivo del estado de nuestra democracia actual, también de sus instituciones y la desigualdad socio cultural existente en el país. Su propia crisis corresponde a las pugnas internas en las que se debaten orden o transformación, conservadurismo o progresismo, diferencias ideológicas que prevalecen en su seno. Lo cierto es que su directiva, al menos como unidad de discurso, prefiere la política de los acuerdos con los intereses que representa la derecha, es decir, la restauración del antiguo orden en el cual se intenta asegurar los “tiempos mejores” exitosos para la historia oficial, y regresivos en sentido de querer hacer el poder político y económico algo más acotado.
La DC juega sus cartas, el partido símbolo de la transición se encuentra en una posición en la cual sabe que una salida a la crisis interna es restaurar una época concertacionista que cree necesaria para su propia vigencia. Las cartas que le sirven tienen relación con ambientar políticamente aquella época, para eso, qué mejor que entrar en un dialogo exclusivo con el poder de turno. Para aquella DC cerrar el juego tiene más valor que abrirlo, pues cerrando legitima su posición frente al poder, mientras que abriendo tiene la opción de perder la partida y perderse entre la multitud. Por eso la DC no puede transformarse, pues si se transforma se quiebra.
El celo de la DC es por la inclusión de nuevos sectores políticos y ciudadanos en el aparato del Estado, tal cómo ocurrió con el PC, RD, o independientes en el gobierno de la ex presidenta Bachelet, que digámoslo, contribuyeron al liderazgo del PS en el bloque, dejando en un segundo plano el rol político DC que había mantenido en los gobiernos de Lagos y también de Bachelet I. Al fin y al cabo el triunfo de Piñera el año 2010 fue el agotamiento del poder electoral de la DC concertacionista, su derrota propició una nueva articulación de la oposición que hoy –a la misma altura de gobierno- no vemos tan clara.
La DC representa el statu quo de nuestra democracia, de un régimen postdictadura que implica legitimar su poder hacia la derecha, con ideales de democracia limitada, que copa el Estado y a su vez, frena los intentos de avances democratizadores y de justicia social. Bajo esas mismas reglas de juego, con la consideración de mantener contentos a unos y entusiasmados a otros, la DC para uno y otro lado siempre acabará por ser gobierno.