Ante los debates y declaraciones políticas, el observador lúcido se sorprende ante la oposición sistemática que los representantes de la derecha ultraliberal creen concebir entre el pragmatismo, que afirman encarnar, y la ideología que atribuyen a los simpatizantes de la izquierda. Elogian el pragmatismo asociándolo al progreso y a la modernidad, y condenan la ideología porque pertenecería a una época anterior definitivamente superada. Llama la atención la ausencia de reacción ante esos errores cometidos a veces por ignorancia y a menudo de manera malintencionada. La rectificación se impone.
¿Qué es una ideología? Un sistema cultural indispensable a la vida humana: sin ella la persona no existe. De ahí lo absurdo de pretender eliminarla. La ideología es un conjunto de ideas, de creencias, de valores y de símbolos adoptados por una sociedad en virtud del cual sus miembros explican, evalúan, justifican y orientan sus acciones. La ideología permite a la sociedad apreciar su propia posición con respecto a otras sociedades y finalmente con respecto al mundo considerado como un todo. El hecho de compartir la misma ideología unifica y fortalece la sociedad, la ayuda a defender sus intereses y a perseverar en su existencia.
Puesto que el ser humano alcanza su estatus de persona en la medida en que es un ser social y cultural, se sigue que la persona, por pragmática que sea, no existe sin ideología. El pragmatismo y la ideología no son dos opciones diferentes ante una misma realidad porque el pragmatismo es una ideología. La tarea que se impone entonces no es eliminarla sino explicitarla tanto como sea posible para acomodarla a la crítica racional y para distinguir, con conocimiento de causa, los componentes irrenunciables.
Una ideología es propagable deliberada o inconscientemente, y no todos sus componentes son conscientemente elaborados y adoptados. Por eso hay más acciones guiadas ideológicamente de lo que se tiende a suponer. Contra esta evidencia, el político pragmático quisiera hacer creer que para él no hay finalidad ideológica establecida para su acción. Así se explicaría que pretenda salvar las dificultades sin orden jerárquico sino solamente en el orden cronológico de aparición.
Los gobernantes que se presentan como pragmáticos lo hacen, según ellos, porque quisieran que las acciones sean eficaces, que las cosas funcionen. Banalidad — ¿quién busca lo contrario? El ultraliberal se disfraza de pragmático, entre otras cosas, para esconder su desdén del Estado protector. Lo curioso es que para muchas personas la exigencia de eficacia habría llegado a ser un lugar común unificador, una varita mágica que pondría a todos de acuerdo, armonía imposible, según los pragmáticos, mientras se aplican las ideas y valores de una ideología. Ahora bien, la desorientación, el error aquí es considerar la eficacia como un fin en sí siendo que se trata solo de un instrumento, de un medio cuyo valor se deriva del valor de la finalidad que se busca realizar.
El pragmático rinde culto al éxito en la acción sin pensar debidamente ni en su significación ni en sus consecuencias a largo plazo. Se salvan los obstáculos (lo vimos recién) a medida que aparecen. Quien piensa queda perplejo ante la facilidad e inmediatez con las cuales toman graves decisiones los gobernantes, los militares y todos aquellos para quienes la voluntad de poder y de decisión prima sobre el pensamiento y la afectividad — ¿qué saben acaso de las consecuencias? Para resolver los problemas con el mejor conocimiento de causa son necesarias las ideologías y las teorías, pero el pragmático tampoco es sensible a la especulación teórica: lo importante es que «las cosas funcionen».
Las dificultades del pragmatismo actual se derivan, parcialmente, de la ausencia de realismo y de objetividad de sus bases filosóficas, de la alta importancia que los primeros pragmáticos confirieron a lo práctico. Para Charles S. Peirce (1839-1914) «la consideración de todos los efectos prácticos [. . .] es la concepción completa del objeto». Pero este criterio de significación es insuficiente puesto que antes de averiguar cuáles son los efectos prácticos de algo, hay que tener de antemano una idea de lo que es el objeto y de lo que se va a buscar. Luego, para el padre de la doctrina, la verdad no es algo real y objetivo sino una opinión que consigue estabilizarse. Pero al no reconocer que la convergencia de opiniones es guiada por una realidad objetiva, la estabilización es enigmática. Para William James (1842-1910) la concepción de la verdad es peor aún: «es verdadero lo que satisface una necesidad». ¿Cómo no ver ahí una complacencia egoísta, una tendencia a la autoindulgencia? Ambos autores estarían felices de saber que sus ideas, nuevas y marginales, serían parte del sentido común menos de un siglo más tarde. Pero la popularidad es criterio de éxito social, no de verdad.
No se requiere ser humano para actuar eficazmente; las plantas, los insectos y los animales superiores son también maestros en ese dominio. Los animales superiores (dotados de un cerebro que les permite tener una representación del entorno, y de ellos en el entorno) son conscientes, y por lo tanto no son tan pragmáticamente inconscientes como algunos quisieran hacerlo creer.
Fundamentalmente, lo que está en juego al examinar esta doctrina, es la concepción del ser humano, el porvenir de la comprensión y de su grado de conciencia. Las consecuencias intelectuales y morales son profundas y de largo alcance. Presentarse como moderno y pragmático, como alguien convencido de que la especulación teórica y la ideología son una carga inútil, es adoptar una actitud indigna consistente en felicitarse de actuar sin entender.