El trabajo: Esclavitud o sentido de la vida

Por Miguel Espinoza, filósofo Abr 14, 2019

En ciencia y en filosofía las diferentes posiciones sobre los problemas fundamentales son poco numerosas y en la mayoría de los casos tienden a reducirse a dos polos opuestos. Así el progreso en la comprensión y en la búsqueda de solución resulta de la tensión polar. La concepción del trabajo no es una excepción. Un polo estipula que se trata de una finalidad en sí, de una virtud: el ser humano vive para trabajar y debe hacerlo. La fuente última de esta idea es mítico-religiosa: «El Dios Eterno dijo al hombre: te ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la misma tierra de la cual fuiste sacado». De acuerdo al segundo polo, el trabajo es indispensable a la producción de bienes y de servicios sin los cuales es imposible vivir, pero una vez que la subsistencia está asegurada, llega el tiempo del ocio sin el cual no existen ni la cultura ni la civilización, ni, en consecuencia, la persona humana con su plena dignidad. El segundo polo invierte la situación favorecida por el primero: el tiempo libre, la cultura, la civilización y el desarrollo de las potencialidades humanas son el fin en sí, mientras que el trabajo es el medio para alcanzar ese fin.

«Trabajo», como todo concepto, es multívoco, la descripción de las concepciones principales distinguiría una decena. Mi objetivo ahora es describir solo los polos extremos, los dos significados principales cuyas características —conviene no olvidarlo— están presentes, en grados diferentes, en los otros tipos de ocupación. El primero es derivado de la esclavitud, el segundo permite al ser humano aproximar al máximo lo que hace a lo que quisiera hacer: el trabajo le da sentido a su vida.

«En la sociedad capitalista, el trabajo [del obrero] es la causa de toda degradación intelectual, de toda deformación orgánica… La moral capitalista, lamentable parodia de la moral cristiana… excomulga y maldice el cuerpo del trabajador. Su ideal es suprimir sus alegrías y pasiones y lo condena al rol de máquina que trabaja sin tregua y sin piedad». Paul Lafargue (El derecho a la pereza, 1880) menciona también el trabajo infantil y cuenta que los jefes se sentían orgullosos de permitir que los niños canten a ratos mientras trabajan, para alivianar las doce horas de trabajo diario sin las cuales, según los empresarios, los niños no ganarían suficiente dinero para alimentarse. El autor, junto a los ateos, lamenta no creer en el infierno para enviar ahí a todos esos cristianos dueños de empresas, verdugos de la infancia. En 2019 es nuestro turno lamentar la inexistencia del infierno: actualmente viven trabajando cerca de doscientos millones de niños de cinco a catorce años, y la mitad de ellos en condiciones peligrosas o criminales de insalubridad.

La primera especie de trabajo es paradigmáticamente, aunque no de manera exclusiva, la ocupación del obrero. La persona está cansada a los cincuenta años. Se piensa en la esclavitud. «Trabajo» deriva del latín trabs = viga, y en varias lenguas indoeuropeas esta etimología significa un objeto, como un freno, que obstaculiza una acción. El trabajo en este sentido es coerción, subyugación. Y aunque nuestra sociedad es altamente industrializada, la esclavitud, es bien sabido, sigue existiendo bajo otras denominaciones.

Aristóteles (384 — 322 antes de Nuestra Era), en una época de esclavitud, fue capaz de imaginar que «si cada herramienta pudiera ejecutar sin órdenes su función propia, el jefe de taller ya no necesitaría ayuda, ni esclavos el maestro». «El sueño de Aristóteles, es nuestra realidad, comenta P. Lafargue. Nuestras máquinas que respiran fuego, con miembros de acero, incansables, realizan dócilmente su trabajo sagrado; y sin embargo el genio de los grandes filósofos del capitalismo sigue dominado por el prejuicio del salariado, la peor de las sujeciones excesivas por las cuales se ve sometida una persona a otra. Aún no entienden que la máquina redimirá al asalariado de las sordidæ artes y del trabajo dándole los espacios de ocio y de libertad».

El poder de la inteligencia artificial y de la robótica es hoy inconmensurablemente mayor que el progreso en la construcción de máquinas presenciado por P. Lafargue hace un siglo y medio. La sociedad no debería necesitar personas subyugadas. Lo único sensato y moralmente correcto es la organización de un trabajo en menor cantidad, mejor repartido y mejor remunerado. Esto no es lo que ocurre: la ideología capitalista explotadora, ultraliberal, perdura tal cual. A pesar de la robotización de la industria se ejerce una presión insoportable sobre los trabajadores en todos sus niveles; presión productora de enfermedades y de suicidios mientras se abandona a la cesantía a un alto número de personas.

Las personas están demasiado ocupadas, sin necesidad, lo que les impide cultivarse. Piénsese por ejemplo en la ignorancia abismante de tantos estadounidenses, y cómo entonces no dar la razón a Bertrand Russell cuando denuncia la cantidad exagerada de labores en el mundo: «de tanto ver en el trabajo una virtud se hace mucho mal» (Elogio de la ociosidad, 1935). «La producción no solo produce un objeto para el sujeto sino al mismo tiempo un sujeto para el objeto… La producción produce el consumo, la manera de consumir y la tendencia al consumo» (Karl Marx, Crítica de la economía política, 1859). Una parte del consumo es indispensable, sin embargo, es acaso necesario decir que también una parte, no menor, es superflua.

Hasta aquí el examen de la primera especie de trabajo. Merece su extensión, comparada con la segunda, por ser la actividad de la mayoría de las personas, la más dolorosa, desagradable y la peor remunerada. A propósito de la remuneración y contrariamente a lo que se supone sin pensar, yo sostengo que desde un punto de vista intelectual y moral no existe ningún argumento racional, convincente y concluyente para justificar la idea según la cual las diferentes labores, de la más humilde a la más sofisticada, merecen pagos diferentes: todos deberíamos ganar lo mismo. Pero el final de la nota no es el lugar para justificar esta tesis.

La segunda especie de trabajo es aquella que contribuye sustancialmente al sentido de la vida de quienes la ejecutan. Está vinculada a la realización de las potencialidades que definen a la persona, a los valores éticos, intelectuales y estéticos. Así la labor que contribuye significativamente al sentido de la vida tiene tres dimensiones: lo bueno, lo verdadero y lo bello. Implica la bondad en el mejoramiento de sí mismo y de la sociedad, la reflexión y el conocimiento para ejecutar el trabajo de manera óptima, y el despertar del sentimiento sui generis de la emoción estética, el placer de realizar algo bueno y necesario. Piénsese por ejemplo en la enseñanza, en la filosofía, en la medicina, en el arte, en la investigación científica — el lector extenderá la lista.

Esta especie de tarea, exigente en preparación, dedicación y desinterés, es la más deseable para el ser humano, encarnada desgraciadamente por un número reducido de personas. Para quien vive de esta ocupación su actividad es indistinguible de su vida, no la concibe separada de ella, perdería su sentido. La persona consigue identificar, o está próxima a identificar lo que íntimamente quisiera hacer con lo que hace: su necesidad interior se despliega sin obstáculos. Recuérdese, al polo opuesto, la etimología de «trabajo».

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