Columna: Vida y sabiduría

Una característica propia de todo ser vivo, del virus al hombre, comparado al ser inerte como un grano de arena o una estrella, es que el ser vivo, desde que comienza a existir, forzado como está a luchar a cada instante contra la muerte, es capaz de una cierta espontaneidad, de aprender. Y el aprendizaje es irreductible a la lógica, a la física y a la química. Es imposible vivir sin ser original. La vida no se refiere a lo que el ser ya es sino a lo que no es todavía. El ser vivo concierne la innovación y depende, para existir, de la capacidad de llegar a ser diferente.

Al conjunto de propiedades mencionadas del ser vivo hay que agregar esta otra, tan suprema como las anteriores, a saber, que la vida es un proceso contradictorio en su raíz: puesto que desde su concepción el ser vivo está marcado por la capacidad de morir a todo instante, vive luchando contra la muerte. La creación, la innovación, el aprendizaje, la búsqueda de algo diferente, están determinados por la causa final suprema, por el conatus, por la necesidad de seguir viviendo y de la mejor manera.

Esta discordancia y desarmonía, vivir luchando contra la muerte, llega a ser trágica con la emergencia de la conciencia, en particular y en grado sumo, con la emergencia de la conciencia humana, reflexiva e individual. Cómo no preguntarse entonces para qué sirve la conciencia humana, este conocimiento del conocimiento. Cuál es su ventaja selectiva. Qué se gana con ella. «La naturaleza parece haberlo orientado todo hacia la individualidad y nada le importan los individuos. Construye siempre y siempre destruye, y su taller es inaccesible» (Goethe). «Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque esa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente» (Rubén Darío).

Según la teoría de la evolución, las entidades y los procesos que se estabilizan lo consiguen, en parte, porque permiten acomodarse a los cambios del entorno para seguir viviendo. Sin embargo, al revés, el conocimiento y la reflexión humanos han hecho que el hombre sea el único animal constructor de armas capaces de destruir el planeta y sus habitantes, incluyéndose.

Esta visión de la vida como un proceso contradictorio, inarmónico y trágico obliga a considerar la manera en que la sabiduría es susceptible de contribuir a hacerla vivible. La sabiduría, el nombre más antiguo de la filosofía, se compone de valores cognitivos, morales y estéticos. De ahí que desde la Antigüedad más alta, tanto en Occidente como en Oriente, la sabiduría comprende el conocimiento, el comportamiento moral y la apreciación estética. El sabio es quien sabe cómo son las cosas y por qué causas son como son. Sabe qué comportamiento moral conviene adoptar en qué circunstancias, en particular y aunque no exclusivamente, para mejorar la calidad de la vida, y actúa conforme a él. El sabio favorece el desarrollo de las propiedades estéticas que mejoran la imaginación, la percepción, la experiencia sensible, optimizando así la calidad del espíritu humano. Debido a la experiencia acumulada durante su larga vida no es entonces extraño que las personas mayores tiendan a ser más sabias que las más jóvenes.

En todas las tradiciones y épocas la sabiduría comporta una dimensión teórica y una dimensión práctica. No se trata solo de conocer de manera teórica, moral y estética qué es lo mejor, sino también, y necesariamente, de poner en práctica ese saber, de actuar de acuerdo a él. Desde Sócrates hay una tradición que supone la imposibilidad de saber y de actuar mal, suposición tantas veces contradicha por la experiencia. Ese problema pertenece a la psicología y a la medicina. Por ejemplo se considera hoy en varios países que al menos un quinto de la población encarcelada requiere más bien un tratamiento psiquiátrico en un hospital. Dicho eso, quienes postulamos un determinismo causal universal pensamos que todo aquel quien, previendo las consecuencias de su acto hace daño, actúa de esa manera canalizado por una serie de causas naturales múltiples y variadas, algunas inconscientes, que no controla.

Una mirada, incluso superficial, sobre lo que hace el ser humano en las diferentes sociedades, y en particular hoy en las más burguesas y ricas, revela la distancia infinita que separa el comportamiento ordinario de las personas, sobre todo aquel de las más poderosas, con el comportamiento calificable de sabio. Tal vez en toda época el hombre piensa que, desde el punto de vista de la sabiduría, la suya es la peor, y supongo que no soy el único en imaginar que la nuestra es una de las peores. Es como si el progreso de la riqueza material fuera inversamente proporcional al progreso de la sabiduría. Basta abrir los ojos para ver lo que en nuestra sociedad hace la gente con su dinero, con su tiempo libre; para ver la grave degradación de la estética y del arte desde comienzos del siglo 20, consecuencia, en gran parte, de la influencia mundial de los EEUU. Y en Francia, por ejemplo, moral y políticamente, se observa que mientras varios futbolistas ganan millones de euros mensuales, el país, en sus regiones no europeas, presenta un personal hospitalario agotado y debiendo elegir, en tiempos de pandemia, a quiénes se les salva la vida por falta de especialistas y de los medios técnicos necesarios.

Hay varias doctrinas sobre la sabiduría y me detengo en la estoica. No existe concepción de ella y del sabio más natural y exigente que la estoica. Concepción natural: la naturaleza está causalmente determinada y sería entonces insensato oponerse a ella. Lo que se impone es aceptarla serenamente, como se debe afrontar la muerte. La actitud estoica le hace pensar a uno que en ese momento las entidades y los procesos que una vez confluyeron para hacer brotar un ser vivo se desorganizan siguiendo canales causales diferentes. Así, por ejemplo, los elementos fisicoquímicos que en el cerebro consciente obedecían también las leyes de la psicología y de la lógica, al desorganizarse siguen sólo las leyes de la física y de la química. El hombre no tiene un espíritu que escapa al orden causal natural y capaz, en consecuencia, de gobernar libremente las cosas. El estoico, al aceptar serenamente el curso causalmente determinado de la naturaleza, es la única persona libre, lo que yo interpreto diciendo que la libertad es la necesidad causal interiorizada.

El estoicismo, lo decía, es una concepción exigente de la sabiduría. Los estoicos lo sabían: su ideal es casi inalcanzable y entre los ejemplos que daban de quienes lo han alcanzado no faltan los personajes míticos, los superhombres como Hércules. Según los estoicos, todos los hombres son malos e insensatos —hoy agregarían tal vez que son ignorantes pudiendo no serlo— y el progreso hacia la virtud no significa que se sea sabio.

Ahora bien y por mi parte, primero, estoy convencido de que hay que reconocer la verdad y el carácter edificante de varios componentes esenciales del estoicismo. Me refiero al determinismo causal, a la idea de la libertad en tanto que necesidad interiorizada y a la actitud consistente en afrontar el rigor de la vida con serenidad. Segundo, propongo que se corrija el sentido y la cuantificación de la proposición estoica según la cual todos los hombres son malos e insensatos, y que el progreso hacia la virtud no significa que se sea sabio. Yo diría: buena parte de la humanidad, no toda, en particular aquella compuesta por personas en quienes domina la facultad psicológica de la voluntad, las ansias de poder, sea cual sea el ámbito, son más aptas a cometer maldades para llegar a sus fines que quienes están dominados por la reflexión, la imaginación, el intelecto, la búsqueda del saber, la apreciación estética de las entidades y procesos. La razón es que en quienes predominan las facultades diferentes de la voluntad se valora el significado intrínseco de las cosas. No son consideradas como medios en vistas de un fin.

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