Columna: Una ciudad adormecida

Dicen que hacer y configurar un país no es fácil. Menos, construir una nación. Qué decir una ciudad. Y la razón es una sola y hasta maquiavélica. Hay personas que no quieren ver, simplemente, que el otro surja o bien que crezca. No quieren cambios. De ninguna especie. De ninguna índole. La idea es cerrar toda posibilidad a aquel que la merece. El eslogan que manda es ese que dice “el fin justifica los medios”. Y da lo mismo si llegan al poder estirpes oscuras y rancias, por las artimañas más espurias, con cero preparación y ética, por lo demás, o si la mala memoria confunde hasta el paroxismo.

Tal vez como lo muestran esos ascensos de última hora en el gabinete de gobierno o la asunción de un alcalde local con apoyo apocalíptico, que sería lo único relacionado a eso que llaman bíblico, la meta no sea otra cosa que comunicar manchas viscosas y asuntos insulsos sin ética y sin fundamento. ¿Tanta gente hiperconectada al parloteo barato? ¿Tantos “personeros” asociados a la promiscuidad de la política como espectáculo?

O somos todos bobos o alguien nos está haciendo tontos desde hace rato. Por cierto, creo, lo último. Es como ir diciéndole a la población “no se preocupen, así es el destino”. “En cien años más ustedes tendrán su oportunidad”. Lo cual constituye una canción vieja y desarmoniosa, puesto que la venimos escuchando por décadas y con una insoportable desconfianza.

El asunto, si lo discutimos, es escandaloso. En todos estos territorios, aún cuando acabe la medida, un ínfimo porcentaje concentra la torta más grande de la riqueza. Universo oscuro, entonces. Donde ni siquiera son dables de presentar los porcentajes de esa concentración, si todos lo sabemos muy bien. ¿Dónde están esos cerebros de “contornos geniales”? ¿Listos para robar, esquilmar o abusar? Ya lo he sostenido varias veces: la carroñería está a todo alcance ahogando todo tipo de espíritus. Qué desgracia que nuestra tierra haya dado tanto bellaco para que anden sueltos por las calles, por los pasillos consistoriales o edilicios. Estamos rodeados de personas que cierran los ojos a la realidad y que se atolondran o se emborrachan desde algunos cargos.

Estamos, entonces, llenos de defectos. Somos anverso y reverso, a la vez. No hay finura. Menos elegancia intelectual. Y para qué decir, inteligencia. Es cosa de leer la prensa u observar un telenoticiario. No hay agudeza, interpretación o conocimiento del entorno, de la gente, del alma de las personas. La sociedad se ha emborrachado de globalización y de tecnologías, pero me interrogo permanentemente, ya que solo somos aves encerradas y enjauladas en casas, departamentos, campamentos y mediaguas en esta ciudad larga y rocosa.

¿Cómo se lleva la cuarentena en La Chimba, por ejemplo, en el basural, en los lugares más alejados de la ciudad donde también hay gente? En lugares donde no llega internet. En esos espacios donde solo hay olor de violencia y abuso; desesperación y ninguneo.

En esas calles que están con piedras, con hoyos y la luz escasea o simplemente, no existe. En esos juegos infantiles que, en muchos casos, están abandonados y destrozados a los cuales, hoy, ni siquiera nos podemos acercar, porque hasta jugar es un acto rebelde o es simplemente, peligroso. En este sentido, la tierra de ciudad pareciera que es un espejo, para muchos. Para otros, solo es sangre, esfuerzo, recorrido banal por sus calles en el abandono del sin trabajo. Es silencio y llanto, porque los ojos solo se estrellan con las rocas borrosas de unos cerros que nos miran con asfixiante absurdez urbana.

By Francisco Javier Villegas

Profesor de Castellano, Antofagasta.

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