Columna: Los dominios del Poder

A días de que septiembre se regenere con alguna luna nueva y nos asegure un elixir escondido, como un completo lucero en nuestros cerros plomizos y grisáceos, las posibilidades de expandir esas luminosidades a la conciencia de las distintas comunidades, podría ser casi de una entidad guardiana que nos brinde la comprensión acerca de que “cualquier cosa de cambios puede empezar en todas partes”. Por esa razón, este mes nos debe brindar los significados precisos para esa palabra llamada “Poder”, que tanto dolor y complejidad nos causa como seres humanos. Sin embargo, no será necesario explicar los tratados escritos acerca del poder, así como tampoco expresar un examen filosófico respecto de cuando nació, en su naturaleza y en sus representaciones en la sociedad humana.

Porque, ¿cuántas veces hemos visto arruinarse los países o desparramarse la vida, como en el nuestro, por ejemplo, sin reconocer la realidad epistemológica de los ejercicios del poder? Hace escasamente unos años veíamos, desde las estaciones de televisión, guerras cruentas, de países montañosos, algunos sin mar, en pleno Oriente medio. Pero, el escepticismo queda como una víctima ante las imágenes de las llamadas redes sociales que muestran, hoy, uno de esos lugares, Afganistán, un país lejano como territorio inmanejable, donde miles de personas quedan abandonadas a ninguna suerte, acorraladas, sin más beneficio que la misma codicia o la rapiña insana de ideas trastocadas.

De una manera u otra, aunque sean asuntos que vemos desde distintas latitudes, las imágenes de la insensibilidad se reducen a una sola palabra: el poder. El poder, que, en su significado más radical, no es un viento ambiguo ni tampoco una reliquia resquebrajada que nada nos dice acerca de su brutal pasmosidad. Tampoco es un concepto desconocido del cual nos extrañemos. Es evidente que siempre lo encontraremos alborotado, en su disfraz institucional, con toda su salvaje abrasión a favor de un solo tipo de realidad: la del mismo poder. Por esa razón, inunda a todo el globo y nos deja asombrados o atónitos en este continuo ir por el mundo donde no se entiende, todavía, lo que es gobierno o lo que es país o nación. No es gratuito, entonces, que el alma de la tierra queda muy vapuleada cuando, en Chile, el poder tiene sus vicios perversos como si fuera un derecho propio y adquirido borrando todo límite, como haciéndolo natural, y hasta simulado, por quienes, además, se creen los dueños del cielo y de la tierra.

No miremos tan lejos, entonces, las cosas noticiosas y los asuntos humanos que nos duelen, puesto que en ese terrible “azote”, créanlo, aquí, en este largo confín, donde hay muchos territorios, no tenemos libertad y no asumimos, tampoco, el sentido político de las cosas. O nos cuesta, porque no se enseña, ya que, al revés de la conciencia, se ha desdeñado todo lo que huela a ideas o a transgresiones. Porque, lo confieso, en cualquier lugar de este país, nos podemos morir por las ideas, como algo sobrante y sin valor, o ser impactado por alguna bala cuando las acciones de denuncia, hacia esas vergüenzas, se hacen o se dicen con la verdad a dentelladas. Es cosa de observar lo que sucede en el Wallmapu, con la muerte de la subinspectora Valeria Vivanco o con el terrible asesinato, en La Ligua, de Louis Gentil, de nacionalidad haitiana, así como de muchas personas anónimas que caen abatidas sin que sean mencionadas en algún afán de justicia.

En el empeño de decir las cosas sobre lo que nos queda respecto de todas nuestras pobrezas, a la gente del poder le resulta no solo desagradable que se les enrostre, allí directamente las cosas, sino que fustigan y ningunean a todo aquel que ose indicar algo en contra del poder. “Cuidado con decir cosas que incomoden”. “Piense bien lo que va a decir o escribir”. “Tenga cuidado. A ellos no les gusta lo que usted dice”. Por esa razón, creo, no se deja ver, tampoco, lo que tapan los edificios de las ciudades, que cubren, además, rastrojos o penurias de las personas, cerros cubiertos de campamentos o barrios pobres con edificaciones amontonadas que parecen imitaciones de casas y donde el hacinamiento es un símbolo de la miseria manchada por las desigualdades que, de manera desopilante, dejaron traslapados los poderes de todo tipo en estos últimos 48 años. Desde luego, lo que nos desgarra no es un hechizo ni tampoco una falsedad que se nos cuenta como una mala película. Esto ya no es una noticia desdentada o ramplona. Es una joda personal y real, del día a día, la que nos ocupa en este abismo.

Hace escasamente unos meses el panorama del país era otro y las cosas que se decían, mirando estos procesos en que se convoca a la gente para hacer la fila en las elecciones, estaban contenidas de un sol dormido. Porque ¿es el voto la panacea para este “desaparecer de las maldades” o para este “aparecer innominado”? Nada es extraño en el poder porque, ya se sabe, hasta el hartazgo, que hay gente que se monta en la corrupción, como lo que escuchamos, en las últimas horas, con las conocidas “organizaciones comunitarias funcionales”, de varios municipios de Santiago, y otros actos que concentran todo lo que sea riquezas sin empacho y a todo su disfrute. ¿Cómo sentirnos personas en medio de todos esos desprecios, aunque persona signifique “máscara”? El sentir lo oculto y las negaciones permanentes por motivos tan obscenos como ramplones nos desgaja, pero, también, nos debe volver más rebeldes y más críticos. ¿Quién no ha tenido rabias por los abusos? ¿quién no ha sentido la perversidad de la injusticia?

Si pensamos, sin ironías, que el paraíso, de esta manera, viene a ser un lugar bastante alejado del pueblo, aunque se diga, por los medios de comunicación, que somos modernos y contemporáneos, como bellos maniquíes, aunque, sin abrir la boca, es porque está precisada esa verdad; aunque nos digan que tenemos muchas comodidades, pagadas por años de los años, a través de las tarjetas plásticas y que pertenecemos a una organización mundial del comercio, una que nunca conoceremos, en realidad, pero, que nos envuelve con la manida expresión de que vamos hacia un desarrollo, pero del silencio o de la ausencia. Todo eso, en general, nos permite perseguir buenos argumentos de una lucha diaria por liberar el cerrojo de un mundo construido solo para obedecer. Algo que seguramente, también, se les dijo a miles de personas en una promesa eterna y circular, pero donde solo unos pocos se vivifican y se enriquecen.

En este porfiado territorio nacional, donde hay muchos pueblos en él, cada día surgen tremendas soberbias que obran en los poderosos como una entidad inseparable. En una sociedad que se ha llenado de mercado, de dolores y violencias, sin reparación alguna, los intereses van por el lado de la desigualdad, como un espíritu desquiciado. La perplejidad, como parte de los “eternos ninguneados”, los marca a indignación y los ahoga en su propia alma de pueblos que duermen algún sueño dentro de una tierra oscura, falsaria, intransigente; donde se mezcla lo despreciativo y el sufrimiento envejecido que, muchas veces, los lleva a quedar borrados como míseros seres que, asunto aparte, no logran tampoco dar, siquiera, con la expresión exacta de los vocablos puesto que ninguno, nunca, alcanzará a dar una dimensión comprensiva de esa dura realidad.

El revuelo, en esta historia del desamparo, es que nos vamos despercudiendo, o deshojándonos, de los escalofríos y temblores humanos, de esas injusticias que se filtran en la piel, peor que el virus que nos ronda o de algún maltrecho cáncer que se lleva lo poco de aliento que tenemos. Pero todo esto, es más que sacar al aire los trapos del dolor intentando darnos fuerzas o buscando adherencias para la rebeldía. El asunto es que estamos al medio. Quedamos peligrosamente sospechosos, ausentes, en esta conciencia formal… viendo cómo la población cae en una hipnótica pasividad, la de una moral exacta en eso que llaman, desde el sistema, el “estado de derecho”.

Pero, no siempre nos quedaremos, a “fuerza de costumbre”, en ese estado, porque lo genuino, de los hechos en sí mismo, es encenderse en la insolencia de la rabiosa desobediencia por ser persona. En estos días en que vemos acaloradamente las voces o los discursos de algunos nombrad@s constituyentes, muy remilgados en el modelo y en el orden de sus reglamentaciones, solo me pregunto, aunque sea en soliloquio y enrabiado en mi “covacha”, acerca de aquello que es vernos envueltos en el azar de tanta privación y que me hace pensar qué sentido tiene, entonces, asumir una sobriedad o una formalidad en este orden encadenado que se ha llevado gran parte de nuestras historias personales y las vidas de las vidas de muchos familiares, amigos… engulléndose, también, a ese controvertido término llamado “nosotros”.

Lo anormal junto a lo simplón se han transformado como algo común para ese monstruo llamado “poder”, puesto que existe la gigantesca cifra de millones de personas que sobreviven dentro del menosprecio que nos cae como lágrimas ya que los sistemas de exclusión nos inundaron desde antes de nacer, inclusive, extendidos en un discurso que aún sigue instalado en el sistema. Todo lo que hablemos o escribamos acerca de esta cruda realidad no se puede quedar en eso, aunque sean destapadas o atrevidas. Las palabras quedarán ocultas en estas humillaciones donde no nos podemos desaparecer. Basta ya con tantas de ellas, con la agresión más allá del límite.

Cómo encontrarnos en la esperanza, entonces, en lo susceptible de esta humanidad… ya que, me parece, todavía, viajamos en lo aberrante de las huellas sin fortuna… haciendo doler el año, arrastrándonos a mortales improvisaciones. En el intertanto, unos seres se envuelven en el manto del poder para alcanzar una magistratura, en algunos meses, sin saber realmente cuáles son sus motivaciones privadas y públicas en ese intento. Hace algunos días nos enteramos que un empresario sin escrúpulos se robó una vacuna ordenando, fuera de todo parangón médico, su inoculación. Algo que no es metafórico, por cierto, sino, grosero y bestial. Y, aunque no deseamos verlos o sentirlos, hay que advertir que existe una actitud premeditada que se perfila hacia todos nosotros, la población, aunque nos vean como bobos o enfermos y que, pareciera, que no nos damos cuenta de nada, porque todavía no despertamos, de manera completa.

Mientras tanto, el mundo se sigue llenando de guerras internas y externas y de asuntos irredimibles. Los vicios de ese poder incontenible, por lo demás, son los deseos de las superioridades y jerarquías como una destrucción en tiempos en que un virus parece competir con la ridiculez, aunque nadie ya se acuerde que unos presidentes, autodenominados democráticos, pero, en nombre del poder, diseminaron un reguero de sufrimientos, muertes, presidios y dolores.

By Francisco Javier Villegas

Profesor de Castellano, Antofagasta.

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