Columna | EEUU: Las torres de marfil en un reino de ignorancia

El juicio que los estadounidenses, casi sin excepción, emiten sobre su instrucción universitaria es categórico: es la mejor del mundo. Todas las naciones, creen ellos, la envidian. El observador superficial pensará que la clasificación de Shanghái les da la razón: por ejemplo, el año pasado, 16 de sus universidades estaban entre las 20 mejores del mundo, y 31 entre las 50 mejores (número total de universidades en EEUU: 7.175 —Higher Education Schools). Estos 31 establecimientos de élite y de lujo material gozan de los medios más avanzados para actualizar las potencialidades intelectuales de un número sumamente restringido de personas.

Los criterios principales de esta clasificación universitaria son el número de Premios Nobel y de artículos publicados en revistas científicas como Nature o Science indexadas en ciertas bases de datos. Los libros no cuentan. Se ha impuesto una manera canónica de hacer investigación y de presentarla, proceso copiado por muchos países. Es evidente que estos criterios favorecen a las universidades estadounidenses, grandes y adineradas. En el posgrado un alto número de profesores y de estudiantes llega desde el extranjero, atraídos sobre todo por el dinero y la calidad material de las infraestructuras. Los profesores y los estudiantes de posgrado, personas inteligentes y trabajadoras, son compradas a precio alto: competencia obliga.

La clasificación de Shanghái es altamente criticable. Uno de sus males principales es que presiona las universidades de todo el mundo a la uniformización como si lo único que contara en una universidad es la investigación científica y su publicación. Nótese que desde comienzos del siglo 20 las vías científicas de investigación son las que se financian, y las industrias financian lo rentable (en vez de ciencia corresponde hablar más bien de tecno-ciencia).

Es entonces con razón que en 2014 Europa lanzó su propia clasificación, U-Multirank. Por supuesto la investigación cuenta, hay sin embargo otros criterios tan importantes, medibles también: calidad de la enseñanza, apertura hacia los asuntos internacionales, logros en la transferencia de conocimientos y este punto que debería inspirar, entre otros, a los latinoamericanos: la acción regional.

En efecto, América Latina tiene su manera de clasificar las universidades. De eso se encarga la consultora de educación superior Quacquarelli Symonds. Por falta de sensibilidad social, los criterios principales son tan ultra-liberales y nefastos como los de Shangái. Se mide sobre todo el valor internacional de la institución ante las empresas que contratan a sus graduados, así como la reputación ante las otras instituciones universitarias. No se toman en cuenta por ejemplo la calidad y la cantidad de proyectos destinados a mejorar la vida de los ciudadanos. Y como ocurre con la clasificación de Shangái, la contribución a la sociedad en forma de libro no interesa: solo se consideran los artículos recogidos por los sitios especializados y accesibles exclusivamente a los expertos.

Volvamos a los EEUU. D. Trump: «Bélgica es una ciudad (sic) magnifica, un hermoso lugar con hermosos edificios». Esta afirmación me trajo inmediatamente a la mente una anécdota personal: a un par de cuadras de una de las universidades privilegiadas, una persona adulta y normal, al enterarse de que vivo en París, me pregunta si París y Francia es lo mismo. Luego de mi aclaración, la misma persona estuvo aún más complacida cuando llegó el momento de informarle que Chile es un país de las Américas. Estas observaciones no son excepcionales: los estudios realizados por los mismos interesados constatan el vasto desconocimiento en este orden de cosas, y en varios otros. Muchos estadounidenses no saben que la Constitución es la ley suprema de su nación. En el momento en que EEUU entraba en guerra en Afganistán, solo una mitad de los habitantes tenía una idea de lo que era el movimiento talibán. En el país que formó a Edwin Hubble y que concentra tantos conocimientos en cosmología y en biología, casi la mitad de la población está convencida de que las proposiciones de la Biblia son literalmente verdaderas: la edad de la Tierra no sería entonces alrededor de 4,57 mil millones de años, y la humanidad habría sido creada por una divinidad en un solo día hace aproximadamente unos 10.000 años. . . ¡Qué sobrecogedor contraste entre las torres de marfil y este reino de ignorancia!

¿Qué es y para qué sirve una sociedad en la cual, mientras se preserva la excelencia de algunos establecimientos, no se hace el esfuerzo necesario para mejorar la cultura general, la instrucción y la educación de todos? En casi todos los países es urgente mejorar la educación estética, abandonada por la humanidad desde comienzos del siglo 20, siguiendo en eso, una vez más, las costumbres estadounidenses. ¿Qué es y para qué sirve una civilización productora de ciudadanos infantiles? ¿Cómo es posible admirar una sociedad donde el valor de las cosas y de las personas se mide por el dinero que representan y donde se manifiesta una desigualdad asumida? La importancia de todo, de las universidades y de las personas, es medible por los valores que poseen y que promueven. El valor principal es el desarrollo, el despliegue de la conciencia, razón por la cual se impone la promoción de lo clásico, es decir, de lo mejor de la humanidad.

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