Columna: Educación para los ricos; el baile, para los que sobran

Por Redacción Oct 19, 2018

Por Martín Arias Loyola, PhD.

El titular del día de hoy señala orgullosamente a «Chile como el país con más ricos de Latinoamérica», como si hubiera ganado un mundial; pero (como siempre) se omite la brillante corona de desigualdad que luce el país. Considerando que alrededor del 70% de los trabajadores hoy gana hasta $500.000; y un tercio hasta $260.000 pesos[1]; cabe preguntarse qué malabares financieros realizan las familias chilenas para llegar a fin de mes.

Obviamente, estos sueldos no alcanzan para pagar colegiaturas en establecimientos educacionales privados, sino sólo para cruzar los dedos y esperar lo mejor de la escuela o liceo fiscal donde se enviarán los hijos a recibir su educación primaria y secundaria. Lamentablemente, faltan dedos que cruzar cada mes para que nadie se enferme, puesto que en la neoliberalandia chilena[2], incluso un resfrío mal cuidado puede llevar a la quiebra financiera a un hogar de clase media.

A lo anterior, se suman las hostiles condiciones laborales del profesorado público en Chile, donde docentes deben poseer un temple de héroe griego para enfrentar los peligros de: los bajos salarios; la impresentable deuda histórica del estado de Chile; la falta de recursos para capacitaciones y mejora de infraestructura en escuelas y liceos públicos; y una creciente precarización laboral que, muchas veces, roza la proto-esclavitud. ¡Los niños primero! Gritan algunos, pero “sólo los que pueden pagar”, se lee en la letra chica de nuestro extravagante contrato social. Así, no sorprende la brecha entre la calidad de la educación pública y privada, medidas a través de la prueba SIMCE y la PSU. Como cantaron Los Prisioneros el 86´, las profundas desigualdades sociales y, específicamente, educacionales «terminaron para otros con laureles y futuro y dejaron a mis amigos pateando piedras».

Todo lo anterior ha dado frutos, que la bicéfala élite política-empresarial chilena cosecha sin vergüenzas. Según el reporte de la OCDE sobre habilidades de trabajadores (2015), Chile aparece como el líder indiscutido en cuanto a una fuerza laboral con mayores problemas de comprensión lectora y de razonamiento matemático de ese conglomerado. La misma organización llamaba la atención a Chile el 2017[3], diciendo que “una educación de mejor calidad y accesible para todos necesita ser un continuo imperativo nacional”. Por tanto, Chile sigue reprobando en la escuelita de los países ricos. “Póngale cero, por bruto”, seguramente diría el chavo.

De no reducir estas desigualdades con cambios estructurales que redistribuyan la riqueza a través de un estado que garantice derechos fundamentales, como el de la educación, salud, pensiones y ciudad; además de asegurar una educación secular que garantice el desarrollo de una capacidad analítica y no sólo la buena memoria, seguiremos sacando estudiantes atrofiados en valores, curiosidad y, fundamentalmente, pensamiento crítico. Que mejor ejemplo de la involución causada por una mala educación, que los morenos neonazis latinos, orgullosos de cantar himnos en un alemán chapoteado, mientras acuden a votar por Bolsonaro, Macri y Kast.

Pero, ¿qué hacer? He aquí una propuesta indecente: proveer condiciones ejemplares para los profesores de enseñanza pre-escolar, básica y media, con salarios competitivos a nivel mundial (en países OCDE, promedian $1.700.000 brutos, un 70% más altos que los Chilenos según su informe del 2017); dar facilidades para que continúen su capacitación; cambiar el gasto en guerra por infraestructura para escuelas y liceos; reducir el tamaño de los cursos hasta 15 alumnos (Chile es uno de los países con más alumnos por sala de la OCDE); reducir el número de horas de trabajo; e incorporar continuamente mejores prácticas educacionales y docentes. Suena costoso, pero, como señaló la filósofa Gabriella Giudic, “un país que destruye la escuela pública no lo hace nunca por dinero, porque falten recursos o su costo sea excesivo. Un país que desmonta la educación, las artes o las culturas, está ya gobernando por aquellos que sólo tienen algo que perder con la difusión del saber”.

El verdadero costo de no revolucionar nuestro tejido social es la producción de un ejército de trabajadores precarizado, intelectualmente apto sólo para seguir la música impuesta por las élites que les explotan: aquellos cantos de sirena que, basando su discurso en promesas macroeconómicas llenas de tecnicismos, les convencen de continuar eligiéndolos como gobernantes. Qué importa votar por un homofóbico, misógino o torturador fanático, siempre que prometa una buena tasa de crecimiento, empleo y una controlada inflación. Por tanto, mientras sólo a los ricos se les dé de verdad “esa cosa llamada educación”, los trabajadores formados en el sistema público seguirán, agotados y apretados, engrosando la cansina coreografía del verdadero baile nacional: el de los que sobran. “Las personas nacen ignorantes, pero no estúpidas. Son hechas estúpidas mediante la [mala] educación”, dijo Bertrand Russel. Cuánta razón tenía.

[1] Según estudio de la Fundación Sol, “Los Verdaderos Sueldos de Chile”, 2018.

[2] Término acuñado por Francisco Vergara Perucich, “Neoliberalandia”, 2018.

[3] En su informe “Educación en Chile”, 2017.

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