Ya van 48 años desde que el proyecto político popular fuera terminado por atentar contra intereses de elites locales y multinacionales. Civiles y militares dentro y fuera del país complotaron para cerrar las alamedas abiertas por la Unidad Popular. El costo fue demasiado alto y traspasado a los cuerpos y cuerpas del pueblo trabajador, de los pueblos originarios, de la diversidad de género y de la disidencia política, tal y como la sangrienta costumbre histórica de Chile indicaba. Hoy miles de familias aún buscan a quienes les fueron arrebatados, mientras miles más recuerdan este aniversario lejos de la tierra que les vio nacer. Hoy la justicia aún se agita encerrada entre pactos de silencio y siniestros acuerdos entre victimarios y una clase política que traicionó su mandato histórico gobernando en la medida de lo posible.
Durante décadas la voluntad popular fue aplastada bajo la violenta bota de un neoliberalismo extractivista, que condenó a cientos de miles a la opresión inhumana de una vida sin dignidad en medio del hacinamiento, de la desesperación del vivir fiado, de la pena de no poder hablar en su lengua madre, de la rabia de morirse de a poco en listas de espera. Todo esto mientras una élite político-económica cosechaba los frutos del exitoso modelo neoliberal chileno, considerado un milagro económico y político para el resto del mundo “desarrollado”. Esa élite mantuvo la dignidad secuestrada en las tres comunas de Santiago donde habita, promoviendo un explosivo crecimiento económico a costa de todos los demás territorios y sus habitantes humanos y no humanos. Desde esas comunas se determinaron como periféricas y sacrificables las vidas presentes en todas las demás. El proyecto de dominación implementado a sangre y fuego el 11 de septiembre de 1973 nunca dejó de profundizarse, especialmente durante la recuperada democracia representativa.
Pero la rabia lentamente se convertía en rebeldía en el espejismo de ese Chile política y económicamente estable. Durante décadas de crecientes movilizaciones por parte de pobladoras/pobladores, de estudiantes, de pueblos originarios, de mujeres feministas y de trabajadores, se plantaban semillas de descontento alimentadas por el agua de los guanacos y lacrimógenas. Crecieron en las calles amasadas por los pasos de cientos de miles de manifestantes, escuchando cánticos y gritos llenos de consignas. Las golpizas de los Carabineros hicieron los frutos más resistentes. Los quiltros, las banderas, los bailes y carteles les llenaron de esperanza, y varias generaciones después toda esta historia de revuelta condensada dio frutos en una generación de cabres colegiales que se atrevieron a saltar los torniquetes ante la nueva subida en el costo de vida para sus familias. Durante días resistieron los embates de las lumas en sus cuerpos, las torturas, los insultos en la prensa, sin doblegarse. Todo por defender a las generaciones anteriores, demasiado cansadas, apenadas, asustadas y desesperanzadas ante décadas de derrotas.
Esa empatía intergeneracional encendió la mecha de quienes lo intentaron antes, sin lograr romper el modelo. En los corazones de las y los miles quienes antes se organizaron y movilizaron contra el dictador; contra las políticas de la profundización del modelo durante el periodo de la Concertación; contra precarización del trabajo, la salud, la educación y las pensiones; contra el abandono de las regiones extractivas; contra el despojo de los pueblos originarios. En la conciencia de todos esos movimientos de oprimidas/oprimidos, sumado a la histórica movilización feminista que agrietó la hegemonía capitalista patriarcal durante las masivas protestas, el país explotó en un incendio que se extendió desde las poblaciones sin plazas ni servicios públicos hasta el frío y costoso corazón de mármol del modelo. Y así puso fin a la constitución política instaurada por la dictadura cívico militar de Pinochet y la derecha, quebrando uno de los pilares más nefastos e importantes del modelo de dominación neoliberal.
Hoy, el país es testigo de como la población movilizada y reencontrada, ha sentido sus cadenas y en un esfuerzo mancomunado se alza para romperlas. Hoy, nos encontramos en un proceso donde la voluntad de los y las oprimidas por abrir y reconstruir las alamedas populares de una manera experimental, humana y sensible a nuestra relación con los territorios y la vida contenida en ella, avanza al sonido de múltiples idiomas y la música de cultrunes, zampoñas y cacerolazos, que suenan desde la historia pre-colonial hasta nuestros días. Y es en este momento que Chile nuevamente se encuentra en el centro de la historia global contemporánea, en una relevancia curiosa para un país tan pequeño.
Esto no sólo como uno de los pocos países donde el imperialismo europeo no pudo vencer a sus habitantes originales, no sólo como uno de los primeros países en elegir un proyecto socialista de manera democrática, no sólo con la primera implementación del neoliberalismo a través del shock del terrorismo de estado; sino que también como el único país con un proceso constituyente con paridad de género, con la presencia de representantes de pueblos originarios, y con una derecha atrincherada, testigo de como su poder se redistribuye en la población que intenta iluminar los recovecos más oscuro de su historia, como el transparentar los/las culpables de los horrores de la dictadura en el informe Valech.
Hoy, a 48 años de la gran traición cívico-militar, conmemoramos a quienes nos quitaron, pero también reconocemos que es el último 11 de septiembre bajo el yugo de la constitución de Pinochet. El pueblo movilizado ha retomado el control sobre su historia y su protagonismo en la construcción de un país donde la justicia y la vida digna sean costumbres: justicia ante la violencia de estado para las familias de quienes ya no están, y para quienes la continúan sufriendo en la dureza de la pobreza, la desesperación del endeudamiento, como prisioneros/as políticos/as o blanco de lumazos y disparos. Pero también asegurando la tranquilidad que sólo una vida digna, plena y solidaria puede entregar. Es de esperar que el proceso constituyente sea sólo un paso más, uno fundamental por cierto, del continuo empoderamiento popular. Un empoderamiento que nos acerque a una verdadera sociedad democrática, donde la dependencia que implica la supervivencia sea reemplazada por la libertad que solo la vivencia de una existencia digna puede asegurar.