Escribir por estos días, no ha sido fácil. El fresco otoño, de mediados de marzo, nos trajo un tiempo triste y doloroso. Podríamos preguntarnos, ¿qué le han hecho a la vida que ya no es vida lo que tenemos? La pandemia, las dificultades y el cansancio parecen arrebatar toda práctica social, incluyendo, además, brindar un abrazo o un beso hasta quedar inhábiles o sin emoción. Nuestras debilidades, hoy, no son posibles de ser exteriorizadas. Casi no hablamos cara a cara. Sonreímos, débilmente. No hay ojo humano que contemple el silencio de este mundo a pesar de que veamos autos o buses pasar ruidosos por nuestras calles. Todo se ha restringido. Hasta el llorar se ha vuelto reposado o simplemente, no hay lágrimas. Solo vivimos, con impotencia, en medio de pixeles o de formas icónicas de comunicación. Y por las calles, vemos reflejos de rostros, enfundados en mascarillas, o barbijos, con salidas permitidas que solo van por horas.
En tiempos en que todo es incertidumbre, más todavía con un toque de queda permanente, por las noches, que recuerda los negros tiempos de la dictadura, las personas se sienten demolidas y lo que asoma es una solitaria exigencia. Necesitamos más cariño, apoyo y solidaridad porque los menesteres del afecto, en su pura belleza, no pueden desaparecer. Y porque toda esta situación difícil o traumática tiene que ser sobrellevada a pesar de la desolación y los estragos de ese enemigo invisible que tiene su propia conducta sin dignidad.
Asistimos, en nuestra sociedad que ha quedado muda y vacía, a días muy raros, porque tampoco hay cosas concretas o comprensiones que miren lo humano. Lo que sabemos, porque se repite de forma permanente por los noticiarios, es que la gente pierde sus empleos día a día, por el abuso del burócrata, y los enfermos y las vidas que se van aumentan, agregándose a una lista que describe un panorama difícil y desesperanzador, como si viéramos una película o una serie enloquecida, en vivo y en directo, sin cortes.
No sabemos bien todo. Solo asistimos a una vigilia larga y misteriosa. Pero nos sentimos desencajados, inestables, sin palabras muchas veces y con un tremendo sentido de pérdida. Ver cómo la vida tras la vida se arrebata mientras miles de personas gastan su piel y su sombra en los diversos rumbos de su existencia con el dolor y la incertidumbre, con el encierro y la separación, es no tener el sosiego o la paz hasta el fondo de nuestro corazón. Pero, la existencia, parece, no puede ser solo tiempo que se va. Debiéramos, también, tener su misterio para el dolor y para los problemas, porque nadie dirá que estos instantes son buenos.
Alguien, que sufrió mucho, escribió alguna vez su palabra en el sentido de que cuando la situación es mala, hay que transformarla. Y si no puede ser transformada, pues habría que transformarse por sí. Cooperar y solidarizar, entonces, debieran ser los verbos que nos llenen para dar un gran salto evolutivo en esta sociedad. Pero, cuando vemos tanta arrogancia y desprotección, tantos bolsillos gordos y tantas cabezas huecas, entonces, quiere decir que nuestra sociedad va cuesta abajo en la rodada.
Pero, ¿es la sociedad la que está equivocada o son los que dirigen la sociedad? ¿Cuándo encontraremos la luz perfecta? Porque volver a la normalidad ni siquiera es de añoranzas. Definitivamente, lo “normal” era lo anormal, lo anómalo y lo inexacto. Lo que verdaderamente requerimos y necesitamos son gestos absolutos e irreductibles de contenido, llenos de solidaridad infinita. Giros arriesgados, definitivamente, por la dignidad humana. A estas alturas, inclusive, algunos necesitan saber si somos humanos. O si continuamos como tal. Si escuchamos nuestra propia alma o bien, el resonar del corazón, es porque hay un rezongo del malestar, hay rabia contenida y todo lo que nos revoluciona el cerebro es porque vemos tantas acciones disfrazadas de hipocresía y sumatorias de ordenanzas erráticas, de gente que propaga el sin sentido, y que nos desconcierta.
Antes de que llegue la primavera, ojalá, aguardaré que se abra el corazón de los ciudadanos y ciudadanas, en esta ciudad que lucha entre la realidad y el deseo. A ver si vuelve con la tierra que gira. Atesoremos, entonces, un poco de la tierra seca de este tiempo, la imagen de algunos pájaros que pasan asustados por la ciudad y los gestos sensibles de muchas personas anónimas que no han cesado de entregar un gesto de luz solidaria en medio de este largo territorio antofagastino. La mascarilla, mientras tanto, es una joya de supervivencia para todos y allí se queda, cada noche, hasta que su magia o su pequeño poder se acaba o descansa.
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