Desde hace casi cuatro décadas, Francia ya no es el país socialmente bien organizado y altamente industrializado que fue desde la Segunda Guerra Mundial. Los ideales revolucionarios de «Libertad, Igualdad, Fraternidad» ya no guían ni a los gobiernos ni a los empresarios. Los gobiernos capitalistas y ultraliberales sucesivos han estado típicamente convencidos de que el libre mercado decide siempre de todo y de la mejor manera.
Son gobiernos para quienes el ser humano es ante todo un homo economicus, un sujeto concebido por el análisis económico como un ser que actúa de manera perfectamente racional para maximizar sus pertenencias. Se entiende entonces que estos gobiernos, por una parte, hayan declarado la guerra al Estado protector y regulador, y por otra, hayan animado a los empresarios a deslocalizar las empresas buscando en otros países la mano de obra más barata posible.
La noción de bien común, de solidaridad, no está en el horizonte capitalista, y las actuales declaraciones del sindicato de empresarios no sorprenden a nadie, son una excelente ilustración de lo afirmado. Tal sindicato quiere exigir a los trabajadores pagar el coste de la pandemia aumentando el número de horas laborales semanales, disminuyendo los sueldos y disminuyendo el período de vacaciones. Esta ignominia tiene la ventaja de expresar, con toda la pureza deseada, la ideología que la anima.
El lector ya conoce o ya adivina el resultado. Ante una pandemia como la que estamos viviendo, Francia, cuyos primeros casos fueron identificados antes de fines de enero, se encuentra en una situación indigna del quinto país más rico del mundo. Hoy, 12 de abril, hay 7.000 enfermos graves en reanimación y 14.000 muertos. Puesto que desde hace años se ha estado disminuyendo el presupuesto dedicado a la salud, al equipamiento de los hospitales, a la contratación de personal de la salud, Francia está desnuda.
Hay insuficiente personal en los hospitales. Insuficiente número de piezas equipadas para los casos más graves. Casi no hay exámenes médicos para determinar quiénes están hoy contaminados y quiénes no. No hay mascarillas ni siquiera para el personal de la salud. No hay suficientes medicamentos de base porque las industrias farmacéuticas francesas los producen en el extranjero.
Así, al país que vio nacer a Louis Pasteur, Émile Roux, Claude Bernard y a tantos otros biólogos y médicos eminentes -la lista es larga- lo único que le queda por hacer hoy es la acción, sumamente primitiva, de aislar a la población. Estamos en confinamiento total desde hace casi un mes, desde el 19 de marzo, y al parecer durará al menos un mes más, esperando que la pandemia pase. Sin embargo no se sabe cómo la situación mejorará, porque no se sabe qué pasará cuando todo el mundo empiece a salir a la calle con la cara desnuda, sin mascarilla. Es y será entonces imposible en estas condiciones ayudar con los medios necesarios y financieramente al menos a los países africanos, hermanos francófonos, como sería de esperar.
Lo razonable sería planificar debidamente la salida del aislamiento, pero la planificación es una estrategia ideológicamente contradictoria con el conjunto de categorías que definen el capitalismo. En efecto, el hecho de imaginar un método de gran amplitud para obtener un objetivo específico es incompatible con el corto plazo y el puntillismo que determina el funcionamiento del mercado en todo orden de cosas. Habría que reindustrializar el país, repatriar muchas empresas importantes y nacionalizar, aunque sea solo durante los períodos críticos, las industrias y empresas indispensables para la vida del país.
Pero se trata de decisiones incompatibles no solo con la mentalidad capitalista sino también con la globalización, es decir con la implantación mundial del modo de ser de los EEUU. Y si Francia está desnuda ante el Coronavirus COVID-19, EEUU deja ahora ver su esqueleto.