Chile, 1971. Después de un largo proceso de negociación con las grandes empresas mineras norteamericanas, el cobre era nacionalizado por el primer presidente socialista electo en el mundo. Pero la alegría fue fugaz, puesto que –para el Estados Unidos de Guerra Fría– esta fue una ofensa imperdonable, tan o más grande que el tener un país socialista en su patio trasero. La nacionalización se transformaba, entonces, en otro clavo en el ataúd del experimento chileno; uno que tomó décadas –demasiadas– de sufrimiento, sangre y lucha por mejorar la calidad de vida de sus trabajadores y habitantes. Como tantas otras veces y en tantas otras partes, el empoderamiento de la clase trabajadora provocó la ira de quienes acostumbran a concentrar el poder. Así, el 11 de septiembre de 1973 y con gran ayuda de Estados Unidos, la Unidad Popular era reemplazada por una de las dictaduras más sanguinarias del continente.
Pinochet instauró, durante los 17 años de la dictadura cívico-militar, las reformas neoliberales más duras vistas en el mundo. El escenario era perfecto, aterrorizada la gente ante la muerte, desaparición y tortura, el pueblo neutralizado por la venganza de los militares y la oligarquía chilena que la respaldaba, no estaba en condiciones de detener la privatización total sugerida por Milton Friedman y sus estudiantes chilenos en Escuela de Chicago (o Chicago Boys). Estas transformaciones dieron lugar a un país dual: donde los trabajadores debían competir en una lógica de darwinismo social para sobrevivir de manera individual; mientras una élite disfrutaba de las ganancias y beneficios de sus nuevos emprendimientos en los recientemente privatizados servicios básicos.
El terrorismo de estado se justificó con el slogan de la resurrección macroeconómica durante este período, comenzando así la construcción temprana del “Milagro Chileno”. Sin embargo, los Chicago Boys convenientemente olvidan la gran crisis macroeconómica que obligó a Pinochet a dejarles participar en el gobierno en 1975; así como la gran crisis internacional a comienzos de los 80s, que golpeó duramente el país. Durante esta última, y si bien Chile no fue la economía más desfavorecida, la tasa de desempleo, crecimiento e inflación fueron suficientemente escandalosas[1] para sacar al pueblo aterrorizado a las calles, movilizaciones que terminaron con la salida del dictador. Llegada la democracia en 1990, reaparecen las multinacionales mineras y la inversión extranjera directa. En esta década, y gracias a una rápida y sostenida tasa de crecimiento y estabilidad macroeconómica, Chile se consolidaría como el “niño poster” del nuevo liberalismo económico, ese que emocionaba a Friedman y que encandilaba a otras naciones latinoamericanas endeudadas y neoliberalizadas a la fuerza mediante las políticas de ajuste estructural impuestas por el FMI.
El alzamiento paralelo de los “Tigres Asiáticos” lleva a Chile inventarse su propia metáfora felina, autodenominándose como “El Jaguar de Latinoamérica”, marca que utiliza para venderse en el extranjero como un país serio, política y macroeconómicamente estable y desarrollado, a diferencia de sus más convulsionados vecinos. Chile abraza la nueva globalización convirtiéndose en el país con más tratados de libre comercio firmados en el mundo, consolidando su liderazgo indiscutido en la producción de cobre, esencial para economías en expansión. Esta imagen internacional contrastaba con lo ocurrido internamente, donde una creciente concentración de ingresos, precarización laboral, aumento de familias expulsadas de la vivienda formal, centralismo y las heridas aún abiertas del terror de la dictadura debido a la impunidad de muchos políticos, civiles y militares; tensionaban lentamente la sociedad chilena.
El gobernar “en la medida de lo posible” de los sucesivos gobiernos que siguieron la dictadura, no disminuyó ninguna de estas problemáticas. Por el contrario, el fallo de la Concertación de Partidos por la Democracia en cumplir su promesa de devolver la alegría al pueblo chileno, materializada en la demora en enjuiciar a criminales de guerra; la extrema apertura comercial; la profundización del proceso privatizador en sectores clave como educación, salud y pensiones llevadas a cabo durante los gobiernos, aumentaron aún más las –ya abismales– brechas de todo tipo. En el Chile de hoy, el 1% de la población concentra un tercio de los ingresos, ante lo cual el país es considerado uno de los más desiguales del mundo.
Aún así, el actual gobierno de derecha continuó vendiendo internacionalmente a Chile como un “oasis” en el medio de una Latinoamérica cada vez más rebelde ante las injusticias sociales, como dijo el presidente Piñera hace algunas semanas[2]. Pero la magnitud de las últimas protestas ha dejado en claro que el “oasis” era en realidad un “espejismo”, demostrado en la fuerza de movilizaciones masivas nunca vistas en el país. A diferencia de los gobiernos de la Concertación, hábiles en la desactivación de movimientos sociales, la arrogancia e ineptitud de un gobierno de un conglomerado de partidos de derecha han servido como catalizadores sociales perfectos para rebalsar la rabia acumulada desde 1973, sobre todo gracias a las características de su líder, el presidente Piñera.
Piñera tiene un historial macabro, siendo prófugo de la justicia por una estafa al Banco de Talca; enfrentando diversas acusaciones por acoso laboral, nepotismo y uso de información privilegiada; creación de empresas zombies y otras formas de evasiones tributarias. Sumando su alabanza de gobiernos neo-nacionalistas como Bolsonaro y Trump y su estilo prepotente de hacer negocios y política, obtenemos un personaje que encapsula lo que la precarizada sociedad chilena detesta: el amoral empresario que hizo fortuna durante la dictadura aprovechándose de lagunas legales o de su posición de poder, aquel grupo que existe más allá de la ley, que es enviado a tomar clases de ética cuando son encontrados culpables de graves delitos económicos y que prepotentemente se niega a realizar cualquier mejora en pos de una justicia social.
Así, luego de dos años de un gobierno que se jacta de reducir logros sociales, bastó un nuevo aumento en el transporte público para que el pueblo de Chile se volcara a una evasión masiva y dejara una postal de Santiago en llamas. La indolencia del presidente al estar comiendo pizza en un barrio rico mientras esto ocurría, para luego decretar inmediatamente estado de emergencia, añadió más combustible al incendio. Se suma, después, una incapacidad política para dar respuestas a las demandas por cambios estructurales, además de una militarización del conflicto. Piñera le declaró la guerra al pueblo movilizado de Chile en cadena nacional, dejando a los militares a cargo de varias de las ciudades más importantes del país.
Este manejo de crisis recuerda los dolorosos sucesos de la dictadura, sobre todo considerando la alarmante cantidad de violaciones a derechos humanos por parte de las fuerzas armadas. Hoy, las redes sociales muestran miles de civiles desarmados –niños y adultos– heridos por la policía y el ejército, demasiados de los cuales han fallecido. Hoy, se registran detenciones en la mitad de la noche, en vehículos civiles, de personas que aún no son encontradas. Hoy, el INDH recibe denuncias de vejaciones sexuales a mujeres, torturas y golpizas. Hoy, en pleno siglo XXI, las prácticas de una dictadura supuestamente superada aún siguen vivas.
Por todo esto –y mucho más– hoy el pueblo de Chile decidió no dar vuelta atrás y sigue volcándose en masa hacia las calles para demandar reformas estructurales, como mostró el mar de más de un millón de personas protestando el 25 de octubre y las sucesivas marchas, cacerolazos y manifestaciones que no paran, ni pretenden parar, donde existan chilenos y banderas.
“Se llevaron tanto que nos dejaron sin miedo”, se lee en muchos de los carteles de manifestantes, los mismos que desafían el toque de queda, o a las armas que les apuntan con cacerolas. El pueblo le saca la careta a este Chile estable, devela internacionalmente el espejismo, y lo muestra como el territorio de una violencia económica, social y urbana que nunca dejó de ser profundizada. En la voz del asesinado Víctor Jara, hoy el pueblo de Chile se organiza y exige un nuevo pacto social formalizado en una nueva constitución, que termine la desigualdad impuesta y profundizada desde la dictadura, un cambio sustancial e histórico que garantice su participación vinculante en la construcción y defensa de su legítimo “derecho de vivir en paz”.
[1] En 1982, la tasa de desempleo alcanzó el 22% (Castañera, 1983), la tasa de crecimiento un -14.4% y la tasa de inflación un 9,9% (datos Banco Mundial)
[2] https://www.ft.com/content/980ec442-ee91-11e9-ad1e-4367d8281195
Martín Arias es Doctor en Geografía Económica.
Visiting academic, University of Melbourne, Australia.
Investigador Asociado Centro de Producción del Espacio (CPE), Universidad de las Américas.
Profesor Asistente Departamento de Economía, Universidad Católica del Norte.