Por Tomás Eduardo Garay Pérez
Abogado, Magíster © en Educación
El estallido social que ha remecido la agenda pública de nuestro país durante las últimas semanas ha tenido, a lo menos, tres grandes virtudes: por una parte, mostrar el agotamiento y repudio acumulado durante años en el seno del pueblo chileno frente a la imposición de políticas neoliberales que terminaron por “mercantilizar” a nuestra sociedad (Moulian, 1997) y cuya inmediata consecuencia fue la profundización de la desigualdad social; por otra parte, dar cuenta de la deslegitimación que experimenta transversalmente una clase política incapaz de observar, comprender y dar respuesta a las demandas ciudadanas que venían expresándose durante largo tiempo y, por último, impulsar el reencuentro del pueblo que, de forma autónoma, se ha auto convocado a través múltiples conversatorios y cabildos en los que se ha discutido y reflexionado acerca del nuevo Chile que quiere construirse, espacios en los que ha surgido con fuerza la idea de dotarse de una nueva Constitución cuyo origen, necesariamente, debe ser democrático.
Sobre este último punto quiero detenerme en la siguiente reflexión, sincerando de antemano cierto escozor que me provoca la idea que la clase política tradicional (una suerte de revival de medio pelo de la fronda aristocrática descrita por Edwards a principios del siglo XX) termine “cocinando” un nuevo texto constitucional, como salida pactada “por arriba” a la presente crisis política y social, máxime si varios de los actores involucrados cuentan con amplio prontuario en estas lides.
Hecha ya tal aclaración, resulta necesario rescatar la caracterización del fenómeno de los cabildos auto convocados planteada por Gabriel Salazar en el año 2011, en cuanto a identificar en asambleas y cabildos que surgieron a propósito de diversos conflictos sociales (que nunca lograron cuajar, en aquel momento, unos con otros) una expresión del poder constituyente del pueblo chileno, que permanece como un “topo” en la memoria social y que reaparece cada vez que el pueblo es oprimido o golpeado, reviviendo, con ello, la cultura de autogobierno inserto como un chip en la tradición histórica de la ciudadanía y que ha tenido continuidad a lo largo del tiempo, pero que nunca ha podido derrotar a la casta cívica y militar que ha detentado históricamente el poder.
De este modo, podemos señalar que los cabildos, cuyos orígenes se remontan a las primigenias formas de organización municipal durante la Edad Media, constituyeron durante la Colonia los espacios de organización administrativa, judicial, policial y de producción económica que se daban pueblos, villorrios y localidades, constituyendo en la práctica un espacio de autogobierno y de ejercicio de la soberanía local (Salazar, 2011). De allí que, a modo de ejemplo, podemos hacer alusión al cabildo abierto convocado el 18 de septiembre de 1810 por el que la oligarquía patriarcal criolla se congregó para discutir y adoptar decisiones luego de tomar conocimiento del cautiverio del rey Fernando VII en manos del emperador Napoleón Bonaparte.
En consecuencia, las actuales asambleas y cabildos auto convocados por la ciudadanía chilena constituyen un ejercicio de soberanía popular en los que, en el proceso de búsqueda de una solución “por abajo” a la crisis institucional que vive nuestro país, se ha sostenido con fuerza la idea que la salida al problema no pasa por una revisión a la carta fundamental por parte del constituyente derivado (Presidente de la República y Congreso Nacional), sino a través de una nueva Constitución cuyo proceso formativo tenga características profundamente democráticas. Es decir, se ha dado inicio a un proceso constituyente de facto, en que el pueblo, en cuanto titular del poder constituyente originario, ha tomado en sus manos la decisión soberana de reflexionar y determinar libremente “(…) el Estado (junto al Mercado y la Sociedad Civil) que le parezca necesario y conveniente para su desarrollo y bienestar” (Salazar, 2011, p. 27).
Así, escapando de la rigidez mental propia de muchos operadores jurídicos, resulta necesario defender la idea que la solución al problema no pasa por un reforma a la Constitución vigente, por tener ésta un origen espurio y, por consiguiente, carecer de legitimidad frente a la ciudadanía (no se trata de un problema de legalidad, sino de legitimidad), debiendo forzarse a la institucionalidad vigente para que acepte el proceso constituyente que ya ha iniciado el soberano, a partir del reconocimiento del principio que el poder constituyente, esencia de la soberanía, tiene como único y exclusivo titular el pueblo (Ríos, 2017) que, en definitiva, es el único que puede (y debe) darse una Constitución.
Por tanto, las conclusiones que resulten de las discusiones y deliberaciones de los cabildos auto convocados no pueden diluirse en meras propuestas que terminen siendo “cocinadas” por los mismos de siempre a través de anuncios de “cambios” que, en la práctica, no van a cambiar nada; por el contrario, deben servir de base para que, en el ejercicio del poder constituyente, el pueblo tenga la oportunidad de participar democráticamente en una instancia que le permita redactar y proponer, a través de sus delegados/as –electos democráticamente- un proyecto de nueva Constitución, en la que se plasme una nueva concepción del Estado dirigida a propender al mayor bienestar de sus habitantes, a través del fortalecimiento de su rol social en desmedro su actual papel subsidiario, siendo la Asamblea Constituyente la única instancia que permite este ejercicio de la soberanía popular de forma democrática y en igualdad de condiciones (Ríos, 2017).
Por ello resulta importante reencontrarse con nuestra comunidad, educarse, participar en los espacios de reflexión y deliberación ciudadana, movilizarse y reapropiarse de la política para, en definitiva, comprender y aceptar el lugar que nos corresponde como sujetos históricos, políticos y sociales. Sólo de esta forma evitaremos que se imponga, nuevamente, la casta que ha detentado históricamente el poder.
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